
Las calles de Buenos Aires ardían bajo el sol del mediodía cuando Patricia Suárez, una joven de dieciséis años, corría desesperadamente hacia el instituto. El aire pesado parecía pegarse a la piel, y el asfalto despedía un calor ondulante que hacía temblar la visión de los edificios a lo lejos.
Sus zapatos gastados golpeaban la acera a un ritmo frenético mientras esquivaba a los transeúntes, apretando contra el pecho un montón de libros de segunda mano. Sentía el corazón martilleándole en las sienes, pero no disminuía la marcha. Sería su tercer retraso en la semana.
El director había sido claro el lunes en la mañana, mirándola por encima de las gafas:
—Suárez, una falta más de puntualidad y revisaremos su beca. Hay muchos alumnos esperando su lugar —había sentenciado, con voz seca.
«No puedo perderla», se repetía Patricia ahora, como una letanía desesperada. Sin la beca, no sólo tendría que dejar el instituto privado al que había entrado casi por milagro, sino que además tendría que ponerse a trabajar a tiempo completo en el almacén del barrio, como su madre. Estudiar era su única salida.
Su uniforme, heredado de una prima mayor, le quedaba un poco grande y mostraba las marcas de los años: puños deshilachados, una mancha amarillenta indeleble en el cuello de la camisa, una costura mal remendada en la falda. Pero era lo mejor que su familia podía permitirse, y Patricia lo llevaba con orgullo, como si fuera un traje nuevo.
Al girar en la avenida del Libertador, redujo ligeramente el paso para esquivar a un hombre que empujaba un carrito de helados. Y entonces lo oyó.
Al principio pensó que era producto de su imaginación, un eco confuso entre el ruido de los coches y las voces lejanas. Pero el sonido volvió, esta vez un poco más claro: un llanto ahogado, entrecortado, que se apagaba y reaparecía a intervalos irregulares. Patricia se detuvo en seco, con el pecho subiendo y bajando rápidamente.
Frunció el ceño y miró a su alrededor. La avenida, normalmente atestada de gente a esas horas, estaba extrañamente vacía en ese tramo. Algunos coches estacionados, persianas metálicas bajadas, el murmullo distante de la ciudad. El llanto volvió a sonar, más débil, y Patricia, guiada por el instinto, siguió el sonido.
El quejido venía de un Mercedes negro, brillante, aparcado a pleno sol junto a la acera. Las ventanillas estaban subidas y tintadas, reflejando la luz de forma casi cegadora. Patricia se acercó; su propia imagen distorsionada se le devolvió desde el cristal oscuro, el rostro sudoroso y preocupado.
Pegó la frente a la ventanilla, tratando de ver el interior. Al principio solo distinguió sombras, pero al adaptar la vista a la penumbra del coche, vio una pequeña silueta en el asiento trasero. Un bebé, sujeto a una sillita de auto, se retorcía débilmente. Tenía la carita roja como un tomate y el cabello pegado a la frente por el sudor. Sus labios se movían, pero apenas salía sonido.
—¡Dios mío! —susurró Patricia, sintiendo un vuelco en el estómago.
Golpeó el cristal con los nudillos.
—¡Hola! ¿Hay alguien? ¡Oiga! ¡El bebé! —gritó, mirando a su alrededor en busca de ayuda.
La calle seguía desierta, como si el calor hubiera barrido a todo el mundo de la superficie. Ningún adulto responsable, ningún vigilante, nadie que pudiera decirle que todo estaba bajo control. Volvió a golpear la ventanilla con más fuerza. El bebé ya no lloraba; sus movimientos se volvían cada vez más lentos, casi imperceptibles.
Una punzada de pánico atravesó a Patricia. Recordó de golpe una noticia que había leído en el teléfono de una compañera: un bebé muerto por golpe de calor tras haber sido olvidado en un coche. Las palabras le taladraron la mente. «Se mueren… se mueren encerrados…».
—No —murmuró—. No, no, no.
Miró la hora en el móvil: ya estaba técnicamente tarde. Podía seguir corriendo al instituto y fingir no haber visto nada. Podía convencer a su conciencia de que, seguramente, los padres estaban cerca. Podía salvar su beca.
Pero la imagen del pequeño cuerpo inerte en el asiento trasero se le clavó en la garganta. No había elección posible; cualquiera que no estuviera hecha de piedra lo entendería.
Sus ojos buscaron algo en el suelo, desesperados, y vieron un trozo de ladrillo roto junto a un árbol. Lo recogió con manos temblorosas.
—Lo siento… —susurró, aunque no supo si se disculpaba con el dueño del coche, con el bebé o con su propio futuro.
Cerró los ojos un segundo, respiró hondo y, con todas sus fuerzas, estrelló el ladrillo contra la ventanilla trasera.
El cristal estalló con un estruendo seco que pareció reverberar en toda la avenida. Una lluvia de fragmentos brillantes cayó sobre el asiento y el suelo del coche. Casi de inmediato, la alarma se activó, aullando con una sirena aguda que rompió el silencio del mediodía.
Patricia sintió cómo pequeños trozos de vidrio se le clavaban en los antebrazos, pero no se apartó. Metió los brazos por la abertura irregular y, con cuidado desesperado, desabrochó los cinturones de la sillita. El cuerpo del bebé estaba ardiendo al tacto, la ropa empapada. La niña lo tomó entre sus brazos, pegándolo a su pecho.
—Tranquilo, tranquilo… —murmuraba, casi sin aliento—. Ya estás fuera, mi amor, ya estás fuera.
El pequeño dejó escapar un gemido ahogado, la cabeza ladeada. Tenía los ojos semicerrados y respiraba de forma errática.
Algunos vecinos asomaron desde los balcones, alarmados por el ruido de la sirena.
—¡Ey, vos! ¿Qué hacés? —gritó un hombre desde una ventana.
—¡El bebé! ¡Se estaba ahogando de calor! —respondió Patricia, sin detenerse a explicar.
Miró en dirección al instituto, luego en dirección al hospital público, que recordaba a unas seis cuadras de allí. No lo dudó. Apretó al bebé contra su pecho, sujetándole la cabeza con una mano, y echó a correr hacia el hospital.
Cada paso le quemaba los pies, el uniforme se le pegaba al cuerpo sudado, las manos le escocían por los cortes. El bebé pesaba más de lo que había imaginado, y a la tercera cuadra empezó a faltarle el aire de forma dolorosa. Pero no se detuvo.
—Aguantá, por favor, aguantá… —repetía entre jadeos—. Falta poco.
Un coche redujo la marcha junto a ella. Un conductor de mediana edad bajó la ventanilla.
—¡Nena! ¿Qué pasa? ¿Te ayudo?
—¡Al hospital! ¡Se muere! —gritó Patricia sin dejar de correr.
El hombre aparcó de golpe, salió y abrió la puerta del acompañante.
—Subí, rápido.
Ella dudó un segundo —la habían criado desconfiando de los desconocidos—, pero miró al bebé inerte y no vaciló más. Subió al coche, apoyando al pequeño en su regazo. El conductor arrancó a toda velocidad hacia el hospital.
—¿Qué le pasó? —preguntó, nervioso.
—Estaba encerrado en un coche. Solo. No sé cuánto tiempo… Está muy caliente… —dijo Patricia con la voz rota.
El trayecto pareció eterno, aunque no duró más de tres minutos. Cuando llegaron a la guardia del hospital, el conductor apenas frenó; Patricia abrió la puerta antes de que el coche se detuviera del todo y salió corriendo hacia la entrada.
—¡Ayuda! ¡Por favor, ayuda! —gritaba, con la voz desgarrada—. ¡Es un bebé, se está muriendo!
Una enfermera de guardia levantó la cabeza del mostrador. Al ver a la joven con el bebé inerte en brazos, saltó de su asiento.
—¡Camilla, ya! —ordenó.
Todo se volvió borroso y rápido. Una camilla apareció de la nada, manos firmes tomaron al bebé de los brazos de Patricia, colocándolo con cuidado. La enfermera empezó a revisar los signos vitales mientras empujaban la camilla hacia el pasillo interior.
—¡Doctor! ¡Doctor Salcedo! —gritó alguien.
Un hombre de unos cuarenta y tantos años apareció corriendo desde el fondo del pasillo, con la bata blanca desabrochada. Era alto, de cabello entrecano en las sienes y rostro cansado, pero sus ojos se abrieron desmesuradamente al ver al bebé.
Se detuvo en seco, como si hubiera chocado contra un muro invisible. Sus manos comenzaron a temblar.
—No… —susurró, casi sin voz—. No puede ser…
Los ojos de Patricia se clavaron en él, confundida. El médico avanzó los últimos pasos a trompicones, se inclinó sobre la camilla y, al reconocer la pequeña pulsera azul en la muñeca del bebé, soltó un sollozo ahogado.
—¡Tomás! —exclamó, con la voz quebrada.
Sus rodillas cedieron. Cayó al suelo, apoyando las manos en el piso frío del hospital, y comenzó a llorar abiertamente, sin importarle la gente alrededor.
La enfermera lo miró, desconcertada.
—Doctor… ¿lo conoce?
Él se obligó a incorporarse, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.
—Es mi hijo —dijo con dificultad—. Es mi bebé… Fue… fue secuestrado esta mañana.
El pasillo pareció quedar en silencio absoluto. Patricia sintió que algo se le encogía en el pecho. Miró al bebé en la camilla, apenas consciente, y luego al médico que seguía temblando.
—¿Secuestrado? —repitió ella, sin entender—. Pero… estaba solo en un coche… un Mercedes negro…
El doctor Salcedo parpadeó, como si cada palabra le costara un esfuerzo titánico.
—Mi esposa lo llevó al parque. La niñera juró que alguien la empujó, que lo arrancaron de sus brazos y se subieron a un coche. La policía está… —su voz se quebró—. Pensé que no volvería a verlo.
La enfermera lo tomó del brazo.
—Doctor, lo necesitamos. Tiene un golpe de calor severo.
El médico asintió, hizo un esfuerzo por recomponer el gesto y se colocó junto al bebé. Sus manos, aunque aún temblorosas, se volvieron expertas y seguras.
—Tendremos que bajarle la temperatura de inmediato. Suero, paños húmedos, control de signos cada minuto. Y llamen a la UCI pediátrica. ¡Ahora!
Patricia dio un paso atrás, sintiéndose de pronto fuera de lugar, diminuta en aquel mundo de batas blancas y términos médicos. Notó que la camiseta bajo la blusa del uniforme estaba empapada; el sudor, la adrenalina y el miedo se mezclaban en una sensación pegajosa.
Una segunda enfermera se le acercó.
—¿Vos lo trajiste? —preguntó, señalando al bebé.
Patricia asintió en silencio.
—Vení, tenés las manos llenas de sangre —añadió con suavidad.
La muchacha miró sus dedos por primera vez: estaban manchados de rojo, pero no era sangre del bebé sino suya, de los pequeños cortes producidos por el cristal. No había sentido el dolor hasta ese instante. La enfermera la condujo a un lavabo cercano, donde le limpió las heridas con cuidado.
Mientras tanto, las puertas de la sala de urgencias se cerraban sobre el pequeño cuerpo del bebé y el doctor que trabajaba frenéticamente para salvarlo.
Minutos después, el vestíbulo de la guardia se llenó de policías. Una mujer de aspecto elegante, con el maquillaje corrido por las lágrimas y el cabello rubio desordenado, irrumpió en el lugar casi a la carrera, acompañada por dos agentes. Al ver a la enfermera, se abalanzó sobre ella.
—¡Mi hijo! ¡¿Dónde está mi hijo?! ¡Digan algo, por favor! —gritó, histérica.
—Señora, calma —intentó un policía—. Lo tienen adentro, lo están atendiendo.
Patricia la observó, con una mezcla de curiosidad y respeto distante. Aquella mujer, con su vestido caro y sus joyas discretas, parecía venir de otro mundo muy distinto al suyo. Pero el dolor que mostraba en la cara era universal.
—¿Quién lo encontró? —preguntó el otro policía, mirando alrededor.
La enfermera señaló a Patricia.
—Fue ella. Lo trajo hasta aquí.
Todos los ojos se posaron sobre la joven. El corazón le dio un salto. De pronto se vio rodeada por uniformes azules, por la mirada atónita de la madre del bebé y por el murmullo creciente del personal del hospital.
—¿Vos rompiste el coche? —preguntó uno de los agentes, sacando una libreta.
—Sí… —balbuceó Patricia—. Escuché que lloraba. Estaba solo, con mucha calor, apenas se movía. Rompí la ventanilla y lo saqué.
La madre la miró fijamente, las lágrimas corriéndole por las mejillas. En un impulso, acortó la distancia entre ambas y tomó las manos heridas de Patricia.
—Gracias —susurró, con la voz completamente rota—. Gracias, gracias… No sé cómo… —y se echó a llorar sobre el hombro de la muchacha.
Patricia, incómoda pero conmovida, la sostuvo torpemente. Nunca nadie de aquella clase social la había abrazado, y mucho menos de esa manera desesperada.
El oficial carraspeó.
—Vamos a necesitar su declaración completa, señorita. Y la dirección donde la podemos encontrar. También hablaremos con el dueño del coche.
Patricia palideció.
—Yo… tengo que ir al instituto —murmuró de golpe, recordando su beca, su director, su vida anterior a aquel mediodía.
El policía la miró incrédulo.
—Su instituto puede esperar. Se trata de un posible secuestro.
Antes de que pudiera responder, la puerta de urgencias se abrió de nuevo. El doctor Salcedo salió, con el rostro cansado pero distinto: había en sus ojos una luz nueva, frágil pero real.
La madre corrió hacia él.
—¿Y Tomás? ¿Cómo está?
Él la abrazó con fuerza.
—Está estable. Llegasteis a tiempo. Otra media hora más en ese coche y… —no terminó la frase.
Se separó de ella y buscó con la mirada. Cuando encontró a Patricia, caminó hacia la joven con paso decidido.
—¿Vos sos la que lo rescató? —preguntó.
Patricia asintió, tragando saliva, sin saber qué esperar: ¿agradecimiento? ¿Reproches por haber roto el coche?
El médico no dudó. Se arrodilló frente a ella, igual que lo había hecho antes en el pasillo, pero ahora por un motivo distinto. Le tomó las manos con cuidado, evitando las zonas vendadas.
—No tengo palabras —dijo, con la voz ronca—. Salvaste la vida de mi hijo. No sé cómo voy a agradecerte esto.
Ella abrió los ojos como platos.
—Yo… solo hice lo que cualquiera habría hecho…
—No —negó él, mirándola con seriedad—. Mucha gente habría pasado de largo. O habría perdido tiempo llamando a alguien, esperando que otro actuara. Vos decidiste. Vos corriste. Vos lo trajiste hasta aquí. Mi hijo está vivo por vos.
La madre del bebé, aún temblando, se unió al gesto, inclinando la cabeza ante la adolescente.
—Por favor, decinos tu nombre.
—Patricia… Patricia Suárez.
El policía tosió de nuevo, tratando de recuperar el control de la situación.
—Señor Salcedo, señora, necesitamos seguir el protocolo. Habrá una investigación.
—Por supuesto —dijo el médico, levantándose—. Pero primero, quiero asegurarme de que la señorita Suárez esté bien atendida.
La enfermera sonrió.
—Ya le limpiamos las manos. Son heridas superficiales.
Patricia miró el reloj del pasillo y sintió un nudo en el estómago.
—Voy a perder mi beca —murmuró sin querer, en voz baja.
El doctor la oyó.
—¿Tu beca?
—Llegué tarde al instituto la semana pasada… y hoy… —suspiró—. El director dijo que si volvía a llegar tarde…
El médico la miró unos segundos, como si la estuviera viendo por primera vez. Vio el uniforme gastado, los zapatos viejos, los libros de segunda mano.
—¿En qué instituto estudiás? —preguntó.
Ella se lo dijo. Él asintió lentamente.
—Conozco al director. Es paciente mío. —Hizo una pausa—. Te prometo que no vas a perder tu beca por salvarle la vida a un bebé. Si hace falta, iré yo mismo a hablar con él.
Patricia lo miró, incapaz de esconder la incredulidad.
—¿De verdad haría eso?
—Es lo mínimo que puedo hacer.
Lo que siguió fueron horas de declaraciones, preguntas, formularios. La policía tomó nota de cada detalle que Patricia recordaba: la posición del coche, el tiempo aproximado, la matrícula que apenas alcanzó a ver. El conductor que la había ayudado también fue localizado y confirmó su versión.
Más tarde, se supo que los supuestos secuestradores habían abandonado al bebé en el coche por miedo a los controles policiales, dejándolo a su suerte confiando en que el calor hiciera el resto y borrara sus huellas. Nunca imaginaron que una estudiante con prisa interrumpiría sus planes.
Esa misma semana, una noticia ocupó los titulares de los periódicos locales y los portales de internet:
“Joven de barrio humilde salva a bebé de médico reconocido. Héroe anónimo de Buenos Aires”.
La foto de Patricia, con el uniforme arreglado y las manos aún con pequeñas tiritas, apareció en más de un sitio. El director del instituto, lejos de retirarle la beca, la llamó a su despacho para felicitarla, no sin cierta vergüenza por sus amenazas previas.
—El doctor Salcedo me lo contó todo —admitió, ajustándose las gafas—. El país necesita más alumnos como usted, Suárez.
Un mes después, en una pequeña ceremonia en el hospital, la familia de Tomás invitó a Patricia y a su madre. El bebé, recuperado, dormía plácidamente en brazos de su papá.
Frente a un grupo reducido de médicos, enfermeras y algunos periodistas locales, el doctor tomó la palabra.
—Hay gestos que cambian vidas —dijo, mirando a Patricia—. Mi hijo estará aquí para crecer, reír, llorar y convertirse en quien tenga que ser, gracias a la valentía de una chica de dieciséis años que, un día de calor, decidió que la vida de un desconocido valía más que su propio miedo.
Luego se volvió hacia ella.
—Patricia, mi esposa y yo hemos decidido crear una pequeña beca en tu nombre, para ayudarte con tus estudios. No podemos devolverte exactamente lo que nos diste… pero podemos intentar que tu camino sea un poco menos duro.
Patricia, con los ojos llenos de lágrimas, apenas pudo articular un gracias. No estaba acostumbrada a los aplausos, ni a los discursos, ni a las cámaras. Pero cuando tomó entre sus brazos al pequeño Tomás, que se despertó y la miró con sus grandes ojos oscuros, entendió que todo había valido la pena.
Recordó el sol quemándole la piel, el sonido del cristal rompiéndose, el miedo a perderlo todo. Y supo, con una certeza tranquila, que si volviera a estar en aquella esquina de la avenida Libertador, otra vez tarde, otra vez con su vida colgando de un hilo, volvería a hacer exactamente lo mismo.