Le llamó dictador, le llamó asesino, le llamó criminal. Una mujer de 92 años, símbolo de la lucha por los derechos humanos en Argentina, se levantó frente a las cámaras del mundo entero para destruir a Nayib Bukele. Pero lo que nadie esperaba, lo que nadie podía imaginar, fue lo que ocurrió exactamente 30 segundos después.
Una sola frase, una sola respuesta y el silencio más absoluto que jamás se haya escuchado en un foro internacional. Eve de Bonafini, la legendaria líder de las madres de Plaza de Mayo, acababa de cometer el error más grande de su carrera y Bukele, sin levantar la voz, sin mover un músculo, la dejó expuesta ante millones de personas.
Lo que vas a ver a continuación no es un debate político, es una ejecución verbal en cámara lenta. El escenario era el foro latinoamericano de derechos humanos transmitido en vivo para más de 40 países. Las cámaras de Sianan, Telesur, BBC y Aljera apuntaban al escenario principal. E de Bonafini había solicitado específicamente la palabra para desenmascarar al nuevo dictador de Centroamérica.
Bukele estaba sentado en primera fila. Tranquilo, demasiado tranquilo. Bonafini tomó el micrófono. Sus manos temblaban, pero no de miedo, de ira. Este hombre comenzó señalando directamente a Bukele. Este hombre que se sienta aquí como si fuera un demócrata, ha encarcelado a más de 70 00 personas sin juicio.
Ha suspendido derechos constitucionales. Ha convertido a El Salvador en una prisión gigante. El auditorio murmuró. Algunos aplaudieron. Las cámaras enfocaron a Bukele. Él no se movió, solo observaba. Pero lo que Bonafini no sabía era que cada palabra que pronunciaba estaba cabando su propia tumba política y el golpe final estaba a solo segundos de distancia.
Usted, continuó Bonafini elevando la voz, usted es exactamente igual a los militares que desaparecieron a nuestros hijos en Argentina. Usted usa el miedo como herramienta. Usted silencia a quien lo critica. Usted es un dictador con traje moderno y redes sociales. Los aplausos fueron más fuertes esta vez. Bonafini sonrió. Creía que había ganado.
Creía que había destruido a Bukele frente al mundo. Pero entonces el moderador cometió un error que cambiaría todo. Le dio la palabra a Bukele. El presidente salvadoreño se levantó lentamente. No había prisa en sus movimientos. Caminó hacia el centro del escenario como si el tiempo le perteneciera. Tomó el micrófono y durante 5 segundos eternos no dijo absolutamente nada.
solo miró a Bonafini. El silencio era insoportable. Las cámaras no sabían a quién enfocar. El público contuvo la respiración y entonces, con una voz tan calmada que helaba la sangre, Bukele le habló. Señora Bonafini, usted acaba de llamarme dictador frente a millones de personas. Pausa.
Pero hay algo que usted olvidó mencionar. Otra pausa más larga. Nadie en esa sala sabía que las próximas palabras destruirían décadas de credibilidad construida por Bonafini. Usted olvidó mencionar que abrazó públicamente a los asesinos de la Amia. Usted olvidó mencionar que defendió a Fidel Castro mientras encarcelaba homosexuales. Usted olvidó mencionar que apoyó a Hugo Chávez mientras destruía Venezuela.
Usted olvidó mencionar que elogió a los talibanes después del 11 de septiembre. El auditorio quedó en Soc. Bonafini abrió la boca para responder, pero Bukelen no había terminado. Yo encarcelo criminales que violan, que matan, que descuartizan. Usted abraza a quienes hacen lo mismo, pero les llama revolucionarios.

El golpe fue devastador. Bonafini buscó apoyo en el público, pero las miradas habían cambiado. Ya no la veían como una heroína, la veían como alguien que acababa de ser expuesta. Bukele continuó, sin elevar la voz ni un decibel. Usted me llama dictador porque encarcelo pandilleros. Pero usted apoyó dictadores reales durante décadas.
La diferencia entre usted y yo, señora Bonafini, es muy simple. Yo protejo a las víctimas. Usted protege a los victimarios. Un murmullo recorrió la sala. Algunos periodistas comenzaron a teclear frenéticamente en sus laptops. Las redes sociales ya estaban explotando, pero Bukele aún tenía una carta más, la carta que destruiría completamente el argumento de Bonafini.
Señora, en El Salvador, antes de mi gobierno, morían 14 personas asesinadas cada día. Madres salvadoreñas enterraban a sus hijos cada mañana. ¿Sabe cuántas madres salvadoreñas perdieron a sus hijos por la violencia de las pandillas que yo encarcelé? Miles, decenas de miles. Buqué le dio un paso hacia Bonafini.
Su voz seguía calmada, pero cada palabra cortaba como un visturí. Usted dice defender a las madres, pero cuando las madres salvadoreñas lloraban a sus hijos asesinados por pandilleros, ¿dónde estaba usted? ¿Dónde estaban sus marchas? ¿Dónde estaban sus pañuelos blancos? Suscríbete ahora y activa la campanita.
Deja tu comentario sobre lo que piensas de esta confrontación. Tu opinión es importante. Bonafini intentó responder. Eso es diferente. Usted no puede comparar. Diferente, la interrumpió Bukele. ¿Por qué es diferente? ¿Por qué las madres salvadoreñas no tienen organizaciones internacionales que las defiendan? Porque sus hijos no desaparecieron por razones políticas, sino por violencia criminal.
El dolor de una madre salvadoreña vale menos que el dolor de una madre argentina. El silencio que siguió fue el más absoluto que jamás se escuchó en ese foro. Bonafini, la mujer que había enfrentado a dictadores militares, la mujer que había marchado durante décadas exigiendo justicia, no tenía respuesta. Su boca se abrió y se cerró varias veces, pero no salió ninguna palabra.
Bukele no había terminado y lo que dijo después sería citado durante años en universidades, en debates políticos, en análisis sobre liderazgo. Señora Bonafini, yo no necesito su aprobación. Yo no goberné para las organizaciones internacionales. Yo no goberné para los intelectuales de izquierda que toman café en Buenos Aires mientras critican desde la comodidad de sus departamentos.
Dio otro paso hacia ella. Ahora estaban a menos de 3 metros de distancia. Yo goberné para María, la vendedora de pupusas, que ya no tiene miedo de que violen a su hija camino a la escuela. Yo goberné para José, el campesino, que ya no tiene que pagar extorsión para poder trabajar su tierra. Yo goberné para los miles de salvadoreños que por primera vez en sus vidas pueden caminar por la calle de noche sin miedo.
Pero lo que nadie esperaba era lo que Bukele revelaría a continuación, un dato que cambiaría completamente la narrativa del debate. ¿Sabe cuál es la diferencia entre usted y esas madres salvadoreñas, señora Bonafini? Ellas nunca tuvieron a nadie que marchara por ellas. Nadie escribió libros sobre su dolor. Nadie les dio premios internacionales.
Ellas solo tenían miedo, muerte y silencio. Buquele le hizo una pausa. Miró directamente a los ojos de Bonafini. Hasta que llegué yo. El auditorio estalló. No en aplausos uniformes, sino en una mezcla de reacciones que reflejaba la división que Bukele acababa de exponer. Algunos aplaudían de pie, otros negaban con la cabeza, pero todos, absolutamente todos, habían sido testigos de algo que no olvidarían jamás.
Bonafini se quedó inmóvil. Sus manos, que minutos antes temblaban de ira, ahora colgaban inertes a sus costados. El pañuelo blanco que llevaba en la cabeza, símbolo de décadas de lucha, de pronto parecía pesar toneladas. Un periodista de Sian intentó acercarse para obtener una reacción. Bonafini lo ignoró.
Sus ojos seguían fijos en Bukele, como si no pudiera procesar lo que acababa de ocurrir. Bukele, por su parte, no mostró triunfalismo, no sonó, no celebró. simplemente regresó a su asiento con la misma calma con la que se había levantado, pero antes de sentarse se giró una última vez hacia Bonafini y pronunció la frase que sería titular en todos los medios al día siguiente.
Señora Bonafini, usted pasó décadas exigiendo que los asesinos de sus hijos fueran encarcelados. Yo hice exactamente eso con los asesinos de los hijos de otras madres. La única diferencia es que a usted no le gustaron los métodos, pero a las madres salvadoreñas sí. Bonafini no respondió. No podía responder.
Cada argumento que había preparado, cada acusación que había ensayado durante semanas, había sido demolido en menos de 5 minutos. El moderador intentó retomar el control del evento, pero era imposible. Lo que acababa de ocurrir había trascendido cualquier agenda programada. En los pasillos del foro, los periodistas ya transmitían en vivo.
Almohadilla Bukelex Bonafini se convirtió en tendencia mundial en menos de 15 minutos. Los clips del enfrentamiento comenzaron a circular por todas las redes sociales. Comparte este video con todos los que necesitan ver lo que realmente pasó. Dale like si crees que la verdad siempre encuentra su camino. Pero lo más impactante no fue lo que ocurrió en el escenario, fue lo que pasó después en los pasillos.
Lejos de las cámaras principales, un periodista argentino logró interceptar a Bonafini cuando salía del auditorio. “Señora Bonafini, ¿qué tiene que decir sobre las acusaciones de Bukele?” Bonafini se detuvo. Por primera vez en décadas, la mujer que había enfrentado a juntas militares, que había desafiado presidentes, que había marchado bajo amenazas de muerte, no tenía palabras.
“Él no entiende”, murmuró finalmente. Él no entiende la diferencia. ¿Cuál diferencia?”, insistió el periodista. Bonafini no respondió, simplemente siguió caminando hacia la salida. Mientras tanto, Bukele era rodeado por una multitud de periodistas internacionales. Las preguntas llegaban de todos lados, pero él solo respondió a una.
“Presidente Bukele, ¿no cree que fue demasiado duro con una mujer de 92 años?” Bukele se detuvo, miró directamente a la cámara y dijo, “La edad no es excusa para la hipocresía y defender asesinos no se vuelve noble solo porque tienes canas.” La frase se viralizó instantáneamente. En las horas siguientes, el debate sobre lo ocurrido dominó los medios latinoamericanos.
Analistas políticos, defensores de derechos humanos, periodistas y ciudadanos comunes discutían sobre quién había ganado el enfrentamiento. Pero más allá del espectáculo, algo más profundo había ocurrido. Bukele había expuesto una contradicción que muchos habían notado, pero pocos se atrevían a mencionar, la selectividad moral de ciertos defensores de derechos humanos.
En El Salvador, las reacciones fueron masivas. Miles de salvadoreños compartieron el video con mensajes de apoyo a su presidente. Madres que habían perdido hijos por la violencia de las pandillas escribían comentarios agradeciendo que alguien finalmente hablara por ellas. Una mujer llamada Carmen de San Salvador escribió un mensaje que se volvió viral.
Mi hijo tenía 16 años cuando la MS13 lo mató por no querer unirse a ellos. Nadie marchó por él. Nadie escribió su nombre en un pañuelo, pero Bukele encarceló a quienes lo mataron. Para mí, eso vale más que 1000 discursos. Bonafini, por su parte, intentó responder en los días siguientes. Dio entrevistas en medios argentinos donde acusó a Bukele de manipulador y populista peligroso, pero el daño ya estaba hecho.
Cada vez que intentaba criticar a Bukele, las redes se inundaban con las imágenes de ella abrazando a dictadores, sus declaraciones defendiendo regímenes autoritarios, sus elogios a figuras que habían causado sufrimiento a millones. La confrontación en el foro había durado menos de 10 minutos. Pero sus consecuencias resonarían durante años.
Bukele había logrado algo que pocos políticos consiguen, cambiar la narrativa. Ya no era solo el presidente que encarcela pandilleros. Ahora era el líder que había expuesto la hipocresía de quienes lo criticaban desde pedestales morales construidos sobre contradicciones. Sem después, en una entrevista para un medio internacional, le preguntaron a Bukele si se arrepentía de algo de lo que había dicho en el foro.
Su respuesta fue simple. No dije nada que no fuera verdad y la verdad no necesita disculpas. En Argentina el impacto fue diferente. Muchos que habían admirado a Bonafini durante décadas comenzaron a cuestionar su legado. No porque Bukele tuviera razón en todo, sino porque había señalado inconsistencias que ya no podían ignorarse.
El enfrentamiento se convirtió en caso de estudio en universidades de comunicación política. Analistas lo describían como un ejemplo perfecto de cómo responder a ataques públicos, sin gritar, sin insultar, solo exponiendo contradicciones con hechos verificables. Pero quizás lo más significativo fue lo que ocurrió en las calles del Salvador, en los mercados, en las escuelas, en los hogares.
La gente hablaba del momento en que su presidente había defendido su honor frente al mundo. Para millones de salvadoreños que durante décadas habían sido ignorados por la comunidad internacional mientras morían a manos de pandillas, ese momento representaba algo más que una victoria política. Representaba reconocimiento, representaba dignidad, representaba que finalmente alguien había hablado por ellos en un escenario global.
Y todo había comenzado con una mujer de 92 años que creyó que podía destruir a Bukele con las mismas tácticas que había usado durante décadas. No sabía que esta vez su oponente no jugaría con las mismas reglas. No sabía que esta vez el silencio sería suyo, porque a veces la verdad más incómoda no es la que se grita, es la que se dice con calma, mirando a los ojos sin pestañar.
Y ese día, en ese foro, frente a millones de personas, Nayib Bukele le demostró que el poder no está en la voz más alta, está en la verdad más clara. Y Eve de Bonafini por primera vez en su vida, no tuvo respuesta. Pero la historia no terminó ahí. Lo que ocurrió en las semanas siguientes demostró que aquel enfrentamiento había sido mucho más que un cruce de palabras.
En El Salvador, el video de la confrontación se convirtió en el más visto en la historia del país. Familias enteras se reunían para verlo una y otra vez. En los comedores populares, en las tiendas, en los autobuses, la gente reproducía el momento exacto en que Bukele pronunció aquella frase devastadora. Los testimonios comenzaron a llegar por miles.
Madres que habían perdido hijos, padres que habían enterrado a sus familias, jóvenes que habían crecido con miedo de salir a la calle. Todos tenían algo que decir. Una mujer de Soyapango, uno de los barrios más golpeados por la violencia, grabó un video que se volvió viral. Yo perdí a mis dos hijos. A uno lo mataron por no pagar extorsión, al otro por negarse a unirse a la pandilla.
Nadie vino a marchar por ellos. Nadie escribió sus nombres en ningún pañuelo. Pero ahora los hombres que los mataron están en la cárcel y eso se lo debo a un solo hombre. El video acumuló millones de reproducciones en pocas horas. Mientras tanto, en Argentina el silencio de Bonafini se volvía cada vez más ensordecedor.
Sus aliados políticos intentaban defenderla, pero cada intento solo generaba más atención sobre las contradicciones que Bukele le había expuesto. Un reconocido periodista argentino, que durante años había sido cercano a las madres de Plaza de Mayo, escribió una columna que sacudió al establishment progresista.
Durante décadas admiré a Eve. Pero Bukele hizo algo que ninguno de nosotros tuvo el valor de hacer, preguntarle por qué algunas víctimas merecen marchas y otras solo silencio. La columna generó una tormenta. Antiguos aliados de Bonafini comenzaron a distanciarse públicamente. Organizaciones de derechos humanos emitieron comunicados ambiguos intentando no tomar partido, pero dejando claro que las acusaciones de Bukele habían tocado un nervio sensible.

En las universidades latinoamericanas el debate se encendió. Profesores de ciencia política dedicaban clases enteras a analizar el enfrentamiento. ¿Era Bukele un autoritario disfrazado de demócrata, como decía Bonafini? ¿O era Bonafini una hipócrita que había perdido autoridad moral? ¿Como sugería Bukele? La respuesta, como suele ocurrir con la verdad, era más compleja que ambas posiciones.
Pero lo que nadie podía negar era que Bukele había cambiado las reglas del juego. Durante décadas, los líderes latinoamericanos habían aceptado las críticas de figuras como Bonafini sin responder. Era políticamente incorrecto cuestionar a una madre que había perdido hijos durante una dictadura. Era tabú señalar las contradicciones de quienes se habían convertido en símbolos de la lucha por los derechos humanos.
Bukele rompió ese tabú y al hacerlo abrió una conversación que muchos habían querido tener, pero nadie se atrevía a iniciar. ¿Quién decide qué víctimas merecen atención internacional y cuáles son ignoradas? ¿Por qué algunas muertes generan marchas globales y otras solo estadísticas? ¿Por qué algunos dictadores son condenados y otros son abrazados? Tres meses después del enfrentamiento, una encuesta reveló datos sorprendentes.
La aprobación de Bukele en El Salvador había subido cinco puntos. Pero más significativo aún, su imagen había mejorado dramáticamente en países donde antes era prácticamente desconocido. En México, en Colombia, en Perú, en Chile, millones de personas habían visto el video de la confrontación y muchos de ellos, ciudadanos que habían sufrido la violencia criminal en carne propia, se identificaban con el mensaje de Bukele.
Un taxista en Ciudad de México lo resumió de manera simple en una entrevista callejera. Aquí también tenemos madres que lloran a sus hijos muertos por el narco y nadie marcha por ellas. Bukele tiene razón, hay víctimas de primera y víctimas de segunda. Esa frase, repetida en diferentes versiones por ciudadanos de toda Latinoamérica, capturaba la esencia de lo que Bukele había logrado.
No había convencido todos de que sus métodos eran correctos, pero había expuesto una hipocresía que millones sentían, pero no sabían cómo articular. Eve de Bonafini dio una última entrevista sobre el tema 6 meses después. Cuando le preguntaron directamente sobre las acusaciones de Bukele, su respuesta fue reveladora.
Él no entiende nuestra lucha. Nunca la va a entender. Pero cuando el periodista le preguntó por qué había abrazado a ciertos dictadores mientras condenaba a otros, Onafini simplemente se levantó y terminó la entrevista. El silencio una vez más fue su única respuesta. Y quizás ese fue el legado más duradero de aquella confrontación, no las frases virales, no los titulares, no los millones de reproducciones, sino la pregunta que quedó flotando en el aire sin respuesta, esperando que alguien finalmente la contestara.
¿Por qué algunas víctimas merecen justicia y otras solo olvido? Buk le había dado su respuesta en El Salvador, encarcelando a los victimarios sin importar quién los defendiera. Bonafini nunca dio la suya. Y en ese silencio, en ese vacío, millones de latinoamericanos encontraron su propia respuesta. Una respuesta que no necesitaba palabras, solo la memoria de sus propios muertos, de sus propias lágrimas, de su propio dolor ignorado durante décadas.
Porque al final la verdad más poderosa no es la que se dice, es la que se siente. Y ese día, en ese foro, frente al mundo entero, millones de personas sintieron por primera vez que alguien había hablado por ellos. No un político buscando votos, no un activista buscando fama, sino un presidente que había mirado a los ojos a una leyenda y le había dicho lo que nadie se atrevía a decir. h
Y eso más que cualquier discurso, más que cualquier ley, más que cualquier política, fue lo que cambió todo.