EN NAVIDAD, UN TAXISTA POBRE LLEVÓ A UN HOMBRE GRATIS… ERA JESÚS Y ÉL LO HIZO MILLONARIO

En una fría Nochebuena en Lima, Héctor Salinas, un taxista pobre, se encontraba manejando por las congestionadas calles de San Juan de Lurigancho, buscando reunir los pocos soles que le permitirían darle a su familia una cena modesta. Su vida, marcada por el dolor y la pobreza, se había tornado aún más difícil desde que su esposa, Patricia, había muerto cinco años atrás. Héctor vivía ahora con sus tres hijos: Daniela, que había dejado la escuela para trabajar en una pollería, Miguel, que vendía caramelos en los buses, y Sofía, su pequeña de nueve años, que sufría de parálisis cerebral desde su nacimiento. A pesar de la carga emocional que enfrentaba, Héctor no perdía la esperanza y cada día salía a trabajar incansablemente para brindarles lo mejor a sus hijos.

Esa noche, mientras el resto de la ciudad celebraba la Navidad con cenas festivas y luces brillantes, Héctor solo podía pensar en cómo conseguir el dinero necesario para el alquiler y la comida. El sol ya se había puesto y el tráfico en Lima era aún más insoportable que de costumbre. En su taxi, Héctor repasaba las cuentas de cada día: 50 soles para sobrevivir, 30 para el alquiler que vencía en tres días, 20 para algo de comida, y 10 para el tanque de gasolina. La vida parecía una lucha interminable.

Mientras transportaba a una mujer elegante hacia un centro comercial en Miraflores, Héctor escuchaba, en silencio, cómo ella hablaba de su cena de Navidad, de los regalos que había comprado para sus nietos, mientras él se debatía entre las promesas no cumplidas y las necesidades de sus hijos. Al dejar a la señora en el centro comercial, Héctor miró las luces de Navidad que adornaban la ciudad y, con el corazón lleno de dolor, murmuró en silencio una oración. “Dios, no te pido riquezas, solo dame fuerzas para seguir adelante por mis hijos, por Sofía.”

A las 8 de la noche, Héctor pasó por su casa para ver a sus hijos, aunque fuera solo por unos minutos. Al entrar, vio a Sofía en su silla de ruedas mirando hacia la calle, mientras su rostro, tan parecido al de su difunta madre, estaba marcado por lágrimas. “Papá, hoy vi a los niños correr en el parque. Quiero caminar como ellos. Quiero sentir el suelo bajo mis pies,” le dijo Sofía entre sollozos. Héctor, con el corazón roto, abrazó a su hija y le prometió que algún día, Jesús la sanaría. Sin embargo, en lo más profundo de su ser, dudaba de que ese milagro llegara. Y así, con el corazón destrozado, volvió a subirse a su taxi, decidido a seguir trabajando.

Lo que Héctor no sabía es que esa misma noche su vida daría un giro inesperado. Mientras conducía por las calles de Miraflores, vio a un hombre descalzo, tiritando de frío, sentado en una banca del parque Kennedy. Era una imagen desgarradora. Nadie parecía verlo, nadie parecía notarlo. Un impulso inexplicable movió a Héctor, quien estacionó el taxi y se acercó al hombre. “¿Está bien, señor? ¿Puedo ayudarlo?” preguntó Héctor, sintiendo una extraña necesidad de hacer algo, aunque no tuviera nada para ofrecer.

El hombre, con voz temblorosa, le respondió que necesitaba llegar a Puente Piedra, pero no tenía dinero. Héctor, a pesar de su propia necesidad, recordó las palabras de su difunta esposa: “Cuando des, da sin esperar recibir”. Así que decidió llevar al hombre, gratis, en plena Nochebuena. “Suba, señor. Es Navidad,” dijo Héctor, con una sonrisa forzada. El hombre, agradecido, subió al taxi y se acomodó en el asiento trasero.

Mientras conducía hacia Puente Piedra, Héctor notaba algo extraño en el hombre. Sus cicatrices en las manos, sus pies sangrando, su presencia tan serena a pesar de la fría noche. El hombre no parecía un indigente común. “Sé muchas cosas sobre ti, Héctor Salinas,” dijo el hombre de repente, rompiendo el silencio. Héctor, sorprendido, miró al hombre por el espejo retrovisor. “Sé que eres viudo, que tienes tres hijos y que Sofía tiene parálisis cerebral,” continuó el hombre. Héctor, atónito, no podía comprender cómo sabía tanto sobre su vida.

El hombre le sonrió con una calidez que lo hizo sentir como si todo su dolor se desvaneciera. “Yo soy Jesús”, dijo finalmente, mientras una luz dorada comenzaba a envolverlo. Héctor, sin poder creer lo que escuchaba, detuvo el taxi y se volvió completamente hacia el hombre. “Tú… tú eres Jesús?” preguntó con voz temblorosa. “Sí,” respondió Jesús. “Te probé, Héctor. Te probé en tu generosidad, en tu corazón. Y has pasado la prueba.”

El corazón de Héctor latió con fuerza. “Mi hija, Señor, ¿puedes sanarla?” suplicó. Jesús sonrió. “Ella caminará. Ahora, llévame a tu casa. Es hora de que Sofía me conozca.” A lo largo del trayecto, Héctor no podía dejar de mirar al hombre, sintiendo que todo lo que había vivido hasta ese momento, todo el sufrimiento, ahora cobraba un sentido. Estaba en presencia de algo más grande que él, algo divino.

Cuando llegaron a su casa, Sofía, quien ya estaba despierta, vio a Jesús y, antes de poder preguntar quién era, Él se acercó a ella y la tocó. “Sofía, quiero que camines”, dijo Jesús, y en ese momento, algo extraordinario sucedió. Una luz dorada envolvió las piernas de Sofía, y con un grito de asombro, ella dio su primer paso. Los padres, los hermanos, todos estaban atónitos, mirando cómo Sofía, por primera vez en su vida, podía caminar.

El milagro era real. Y en ese momento, Héctor supo que había recibido mucho más de lo que había pedido. No solo su hija estaba sana, sino que Jesús también le había dado una herencia, una herencia de amor, fe y generosidad. En los días siguientes, Héctor descubrió que la madre de Sofía había dejado una herencia en forma de seguros y propiedades, lo que lo convirtió en millonario.

Pero lo más importante para Héctor no fue la riqueza material, sino el cambio en su vida, el milagro de ver a su hija caminar, de saber que Jesús caminaba entre ellos. Y a partir de esa Navidad, Héctor adoptó un pacto con Jesús: cada Nochebuena, él buscaba a aquellos que necesitaban ayuda, sin esperar nada a cambio, recordando siempre lo que Jesús le había enseñado: “Cuando des sin esperar, ahí es cuando los milagros suceden”.

Y así, Héctor Salinas, el taxista que llevó a Jesús gratis en Navidad, encontró la verdadera abundancia: la abundancia de amor, de fe y de milagros. Una historia de esperanza y generosidad que seguiría inspirando a muchos, como una prueba viva de que los milagros siguen ocurriendo, incluso en el corazón de las personas más humildes.

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