Aquella noche, el cementerio Jardines del Silencio, en las afueras de Ciudad de México, estaba cubierto por una lluvia implacable. El cielo era tan oscuro que los pocos faroles encendidos apenas lograban iluminar los caminos de tierra, como si estuvieran a punto de rendirse.
Nadie en su sano juicio se acercaría a ese lugar a medianoche.
Nadie… excepto Tomás, un taxista nocturno de casi cincuenta años, que se refugiaba de la lluvia bajo el techo oxidado de una vieja caseta del cuidador, abandonada desde hacía años.
Tomás llevaba más de veinte años conduciendo de noche. Su vida era sencilla y gastada, como el Nissan Tsuru amarillo que manejaba desde siempre. Su esposa había muerto joven; su único hijo falleció en un accidente de tránsito a los diez años. Desde entonces, Tomás vivía en silencio, trabajando de noche y regresando a un cuarto rentado, sin pedirle nada más a la vida que sobrevivir.
Cuando estaba a punto de encender el motor para irse —la lluvia era demasiado fuerte— escuchó algo que lo dejó helado.
Un gemido débil, que venía desde el fondo del cementerio.
Tomás sintió un escalofrío.
En un lugar así, a esa hora, una voz humana era más aterradora que cualquier fantasma.
Pero el sonido volvió a escucharse, entrecortado, suplicante:
—Ayúdeme… por favor…
Tomás tomó su celular, encendió la linterna y avanzó con cuidado entre las lápidas empapadas. La luz temblaba con la lluvia.
Entonces la vio.
Una mujer estaba recostada contra una tumba de mármol. Su ropa elegante estaba destrozada y cubierta de lodo. El cabello largo se le pegaba al rostro pálido. Entre sus piernas, la sangre se mezclaba con el agua de lluvia y corría lentamente.
Estaba embarazada.

—Señor… —susurró con voz quebrada— el bebé… ya viene…
Tomás se quedó paralizado.
Nunca había ayudado en un parto.
Solo era un taxista.
Pero en los ojos de aquella mujer no había resignación.
Había una voluntad desesperada de vivir.
—Tranquila… tranquila, por favor —dijo Tomás, temblando—. ¿Puede respirar hondo?
Ella asintió, llorando.
—Por favor… no deje morir a mi hijo…
Tomás intentó llamar a emergencias, pero no había señal. Entre contracciones, la mujer murmuró, casi inconsciente:
—Mi nombre es… Valeria Mendoza… presidenta del Grupo Mendoza…
Tomás abrió los ojos con incredulidad.
Incluso alguien como él había oído ese nombre: una de las empresarias más poderosas del país, conocida por la prensa como “La Dama de Acero”.
¿Y ahora estaba allí?
¿Abandonada en un cementerio?
—Fui traicionada… por mi esposo… y mis socios —dijo entre sollozos—. Querían que yo… y este bebé… desapareciéramos…
Un grito de dolor cortó la noche.
No había tiempo.
Tomás se quitó la chamarra, la extendió sobre el suelo mojado. Sus manos temblaban, el corazón le latía con fuerza.
—Escúcheme bien —dijo, tragando saliva—. Aguante. Por su hija.
El llanto de un recién nacido rompió el silencio del cementerio.
Tomás cayó de rodillas y lloró sin vergüenza.
Era una niña.
Pequeña. Frágil.
Pero viva.
Valeria, exhausta, apretó la mano de Tomás.
—Gracias… si yo no sobrevivo… por favor… salve a mi hija…
Perdió el conocimiento.
Valeria no murió.
Pero desapareció.
Esa misma noche, Tomás llevó a madre e hija a un hospital público cercano. Al amanecer, cuando regresó, Valeria ya no estaba. Solo quedaban un sobre grueso y una nota escrita a mano:
Tomás, esta deuda la llevaré conmigo toda la vida.
Por ahora, no puedo existir.
Guarde silencio, se lo ruego.
Tomás nunca habló de aquella noche.
Pasaron diez años.
Siguió conduciendo su taxi nocturno.
Nadie supo que había ayudado a nacer a la hija de una multimillonaria en un cementerio.
Una tarde, mientras inflaba una llanta junto a la banqueta, un auto negro de lujo se detuvo frente a él.
La puerta se abrió.
Una niña de unos diez años bajó. Vestía un vestido blanco sencillo. Su mirada era serena, madura para su edad.
Lo observó en silencio.
Luego inclinó la cabeza con respeto.
—Buenas tardes, señor.
Tomás parpadeó, confundido.
—¿Recuerda el cementerio Jardines del Silencio?
El corazón de Tomás casi se detuvo.
Del auto descendió una mujer.
El mismo rostro.
Pero ahora, sin miedo.
Valeria Mendoza.
Valeria le contó todo.
Diez años atrás, su esposo y los principales accionistas habían planeado su muerte para quedarse con la empresa. Ella fingió desaparecer, dio a luz en secreto y esperó el momento para recuperar el control.
Lo logró todo.
Y lo primero que hizo fue buscar al hombre que salvó a su hija.
—Sin usted —dijo con lágrimas— no existiría mi hija… ni la mujer que soy hoy.
La niña se acercó y tomó la mano de Tomás.
—Usted es… mi salvador.
Valeria le ofreció una casa, dinero, una vida cómoda.
Tomás negó con la cabeza.
—Estoy bien así… solo pido… poder verla de vez en cuando.
Valeria rompió en llanto.
Diez años después de nacer en la oscuridad de un cementerio, una niña volvió para encontrar al hombre que encendió la primera luz de su vida.
En medio del ruido de la ciudad, un viejo taxista se secó las lágrimas.
Nadie lo sabía.
Pero el destino…
nunca olvidó.