Héctor, de 42 años, era un empresario muy conocido en la Ciudad de México. Poseía una cadena de restaurantes, supermercados y varios locales comerciales. Cada día bajaba de su camioneta de lujo con traje impecable, recibiendo saludos respetuosos. Pero dentro de él siempre había un vacío imposible de llenar.

Seis años atrás, Héctor lo tenía todo: una carrera en ascenso y a su esposa, Alma, una mujer dulce a quien adoraba. Se habían casado después de tres años de noviazgo y empezaron su vida juntos en un pequeño departamento en la colonia Narvarte. Alma tenía una marca de nacimiento roja, como un pétalo, sobre el dorso de la mano izquierda. Héctor solía bromear:
—Este es el sello del destino. Así te reconocería entre millones.
Pero solo un año después de la boda, Alma desapareció. Una noche, Héctor volvió del trabajo y encontró la casa vacía. La mesa fría. Las maletas habían desaparecido. Sobre la mesa había una nota:
“Perdóname. No puedo seguir contigo. Olvídame.”
Héctor quedó devastado. Contrató investigadores, recorrió medio país, pero no encontró rastro alguno. Se volcó obsesivamente al trabajo… y sin darse cuenta, se convirtió en millonario.
Un mediodía abrasador, mientras inspeccionaba un terreno en las afueras de Puebla para construir un nuevo supermercado, su chofer se detuvo frente a un mercado comunitario para comprar agua. Héctor miraba distraído por la ventana cuando algo llamó su atención. Una niña de unos cinco años, piel morena, cabello recogido en una trenza, estaba sentada junto a un pequeño canasto de quelites.
Lo que lo dejó helado fue la marca roja en el dorso de su mano izquierda: idéntica a la de Alma.
El corazón le latió desbocado. Abrió la puerta del vehículo y se acercó, temblando.
—Princesita… ¿cómo te llamas? ¿Dónde está tu mamá?
La niña levantó la mirada, enorme y oscura, y respondió tímidamente:
—Me llamo Sofi. Mi mamá está enferma… por eso yo vendo las verduras.
Héctor sintió que algo dentro de él se rompía.
—¿Y donde vives? Le compro todo, ¿me llevas con ella?
La niña sonrió y asintió. Él pagó por el canasto y siguió a Sofi por un callejón estrecho que llevaba a un conjunto de cuartos de renta, techos de lámina ardientes bajo el sol. La niña entró corriendo:
—¡Mami, ya vendí todo!
Desde la penumbra salió una mujer delgada, despeinada, con el rostro marcado por el cansancio. Cuando levantó la mirada, Héctor sintió que el mundo se le desmoronaba.
Era Alma.
Aunque su rostro estaba más pálido y hundido, él la reconoció al instante. La marca roja en su mano brillaba como una herida abierta.
Ella se quedó paralizada, el vaso que sostenía estuvo a punto de caer. Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Héctor… ¿qué haces aquí?
Él dio unos pasos y cayó de rodillas frente a ella, incapaz de contener el llanto.
—¿Por qué te fuiste? ¿Sofi… es mi hija, verdad?
Alma se derrumbó, abrazando a la niña. Entre sollozos, confesó:
—Cuando fui al médico por el embarazo, me dijeron que tenía un problema grave del corazón. Que probablemente no sobreviviría al parto. No quería que perdieras a tu esposa y a tu hija al mismo tiempo… ni que cargaras con una enferma condenada a morir. Pensé que merecías a alguien fuerte… por eso me fui.
Una tos violenta la sacudió. Héctor le tomó la mano con desesperación.
—¿Por qué no me lo dijiste? Hubiera renunciado a todo antes que perderlas a las dos…
Alma respiró con dificultad:
—He sobrevivido más de lo que dijeron… pero mi corazón está cada vez más débil. Solo te pido… que no reconozcas a Sofi como tu hija. Quiero que tenga una vida normal, sin el peso de ser “la hija del millonario”. Solo quiero que crezca en paz…
Héctor la abrazó, llorando como nunca. Apretó contra su pecho a la niña que jamás supo que era suya. Sintió su respiración pequeña, cálida, y supo que toda la riqueza del mundo no valía nada comparada con ese instante.
Ese día, en un cuarto diminuto de una colonia olvidada, el hombre más rico de la ciudad se arrodilló en el piso, llorando como un niño mientras abrazaba a la mujer que nunca dejó de amar… y a la hija que recién acababa de encontrar.
Tiempo después, Héctor respetó la voluntad de Alma. Compró una pequeña casita para ellas cerca de un hospital donde ella podía tratarse y donde Sofi pudo entrar al mejor kínder de la zona. Cada mañana, Héctor se quedaba dentro de su camioneta a cierta distancia, observando a su hija caminar con su mochilita hacia la escuela.
Y en silencio, con el corazón lleno, comprendió que aunque poseyera medio México, lo más valioso que tenía… era esa pequeña familia que la vida le había devuelto.