Después de que mi hermana le roció perfume en los ojos a mi hijo, mamá se rió y dijo: “Si ahora se queda ciego, tal vez ni siquiera note que es una carga.” Papá añadió: “Al menos ahora huele bien.” No tenían idea de lo que estaba por venir

Después de que mi hermana le roció perfume en los ojos a mi hijo, mamá se rió y dijo: “Si ahora se queda ciego, tal vez ni siquiera note que es una carga.” Papá añadió: “Al menos ahora huele bien.” No tenían idea de lo que estaba por venir…

El dulce aroma del perfume se mezcló con el llanto ahogado de Leo. Apenas tenía ocho años, y sus ojos azules se llenaron de lágrimas mientras sentía el ardor. Su tía, Clara, soltó una risa nerviosa. “Solo fue una broma,” murmuró, mientras el pequeño se frotaba los párpados desesperadamente. Pero lo que más dolió no fue el escozor, sino las risas que siguieron.

Su madre, Marta, soltó una carcajada dura: “Si se queda ciego, al menos no verá el desastre que es su vida.” Su padre, Andrés, añadió sin mirarlo: “Por lo menos ahora huele bien.”
Leo permaneció inmóvil, con la mirada perdida. Nadie fue a ayudarlo.

Sofía, su hermana mayor, presenció todo desde la puerta de la cocina. En ese momento, algo cambió dentro de ella. Durante años había soportado el sarcasmo de sus padres, la atmósfera opresiva de una casa que parecía alimentarse del desprecio. Pero ver a su hermano temblar en silencio, con los ojos ardiendo y las lágrimas recorriéndole el rostro, encendió una furia fría en su pecho.

“¡Basta ya!” gritó. “¿Qué demonios les pasa? ¡Es un niño!”

Marta frunció el ceño. “Cállate, Sofía. Siempre exageras. No pasó nada.”

“¿Nada? ¡Le echaron perfume en los ojos!”
Andrés se encogió de hombros. “Debe aprender a no ser tan débil.”

Sofía tomó la mano de Leo y lo llevó al baño. El niño sollozaba en silencio, intentando no hacer ruido. Ella le enjuagó los ojos con cuidado, y cuando por fin dejó de llorar, lo abrazó.

“Todo va a estar bien, Leo. Te lo prometo.”

“¿Por qué me odian tanto?” preguntó él, con la voz temblorosa.
“Porque no saben amar,” respondió ella sin pensar.

Esa noche, mientras Leo dormía con una toalla húmeda sobre los párpados, Sofía tomó una decisión que lo cambiaría todo. No podía permitir que siguieran destruyéndolo. Sacó su teléfono y empezó a buscar refugios, programas de asistencia, cualquier lugar al que pudieran escapar.

A medianoche, escuchó los pasos de su madre en el pasillo. Marta abrió la puerta sin tocar.

“¿Qué hacían tanto tiempo en el baño?”
“Lo estaba ayudando. Alguien tenía que hacerlo.”
“Deja de hacerte la mártir, Sofía. No puedes salvar a todos.”
“Solo necesito salvarlo a él.”

Cuando Marta se fue, Sofía entendió que su promesa no había sido un impulso. Era una declaración de guerra.

Los días siguientes fueron un desfile de silencios y excusas. Marta repetía que todo había sido un malentendido, que “los niños exageran.” Andrés, como siempre, se encerraba en su estudio a beber whisky y ver las noticias, ignorando el temblor constante en las manos de Leo.

Sofía, en cambio, no podía olvidar. Cada vez que veía los ojos irritados de su hermano, recordaba las risas. Sabía que aquella casa no era un hogar: era una trampa, una jaula construida con sarcasmo y miedo.

Una tarde, mientras sus padres discutían en la sala, Sofía buscó discretamente en su computadora un lugar al que pudieran huir. Encontró una organización que ayudaba a víctimas de abuso doméstico: Casa Esperanza, en las afueras de Valencia. Tenían un número de emergencia y un programa de acogida para menores.

Marcó el número.

“Buenas tardes, me llamo Sofía… Tengo dieciséis años. Mi hermano y yo…” Su voz tembló. “Necesitamos ayuda.”

La mujer al otro lado de la línea la escuchó atentamente. Le pidió que hablara en clave si alguien se acercaba y que guardara el número bajo otro nombre.

Sofía colgó con la sensación de haber dado el primer paso hacia un abismo.

Pero la tensión aumentaba. Marta comenzó a sospechar.
“Has estado muy nerviosa últimamente, Sofía. ¿Qué estás planeando?” le preguntó un día mientras doblaban la ropa.

“Solo estoy estudiando,” mintió.
“Pues parece que estudias para escapar.”

Esa noche, Andrés bebió más de lo normal. Cuando Leo derramó accidentalmente un vaso con agua, su padre se levantó de golpe y lo empujó contra la pared.

“¡Inútil! ¡Ni siquiera puedes sostener un vaso!”
Sofía corrió a intervenir.
“¡Déjalo en paz!”
Andrés levantó la mano, pero se detuvo a mitad del movimiento.

“Los dos a sus cuartos.”

Ella cerró con llave. Leo se acurrucó en un rincón, sollozando.

“Sofi… tengo miedo.”

Ella lo abrazó.
“Ya casi, Leo. Solo un poco más. Mañana nos iremos.”

Esperó a que todos se durmieran. Con una linterna y una mochila pequeña, reunió documentos, algo de dinero y una vieja foto de ambos en la playa. Cuando el reloj marcó las tres, abrió la ventana del baño y ayudó a Leo a salir. Afuera, el aire fresco olía a libertad.

Corrieron hasta la estación más cercana. El tren a Valencia salía en veinte minutos. Mientras esperaban, Leo preguntó en voz baja:

“¿Crees que nos buscarán?”

Sofía asintió.
“Sí. Pero esta vez no nos encontrarán tan fácilmente.”

Casa Esperanza no era grande, pero tenía algo que su casa jamás tuvo: paz. Allí Sofía y Leo encontraron refugio. Les dieron ropa limpia, comida caliente y, por primera vez en mucho tiempo, alguien los miró con ternura.

La psicóloga del centro, Elena Morales, los recibió con una sonrisa paciente.

“Están seguros aquí,” les aseguró. “Lo demás lo resolveremos poco a poco.”

A Leo le tomó semanas dejar de despertarse gritando. Le tenía miedo a los olores intensos, al sonido de puertas abriéndose y a las risas de los adultos. Sofía, mientras tanto, empezó a asistir a terapia grupal con otras chicas que habían vivido situaciones similares. Descubrió que su historia no era única, y que la culpa que cargaba —ese peso silencioso— no era suyo.

Un mes después, la policía contactó al centro. Marta y Andrés habían reportado la desaparición de sus hijos, pero la investigación reveló un historial de negligencia y abuso. El testimonio de Sofía, junto con las marcas alrededor de los ojos de Leo y los informes psicológicos, fue suficiente para abrir un caso legal.

Durante el juicio, Marta evitó mirarlos. Andrés, en cambio, sonreía con arrogancia, convencido de que todo se resolvería. Pero cuando el juez leyó la sentencia —pérdida de la custodia y órdenes de restricción— la sonrisa desapareció.

Al salir del tribunal, Leo miró a su hermana.

“¿Ya se acabó?”

“No completamente,” respondió ella. “Pero algo mejor está por comenzar.”

Los meses que siguieron trajeron cambios. Sofía ganó una beca para estudiar trabajo social; quería ayudar a otros niños que, como Leo, habían sido silenciados por el miedo. Leo comenzó a asistir a la escuela del barrio, donde descubrió que tenía talento para el dibujo. Dibujaba con trazos suaves, casi tímidos, pero cada una de sus obras tenía algo luminoso, como si intentara reconstruir el mundo que le habían arrebatado.

Una tarde de primavera, Sofía llegó a casa y encontró a su hermano pintando junto a la ventana abierta. El aroma de las flores entraba desde el jardín.

“¿Recuerdas aquel día?” preguntó él sin mirarla.

“Sí,” respondió ella. “Pero ya no duele tanto.”

Leo sonrió.
“Creo que ya puedo oler sin tener miedo.”

Sofía lo abrazó.
No había finales perfectos, pero sí nuevos comienzos.
Y en los ojos de Leo —ya libres de dolor— había algo que nunca antes había tenido:

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