Compra un coche nuevo y luego echa de la casa a su esposa embarazada, alegando que ella le traerá mala suerte… ¡y el sorprendente final!

“Compra un coche nuevo y luego echa de la casa a su esposa embarazada, alegando que ella le traerá mala suerte… ¡y el sorprendente final!

Julián siempre había sido un hombre obsesionado con las apariencias. A sus treinta y cinco años, lo que más le importaba era que la gente lo viera como un triunfador. Durante meses ahorró para comprarse su primer coche nuevo, un sedán brillante que había visto en anuncios y que imaginaba como el símbolo perfecto de su ascenso social.

Su esposa, Elena, embarazada de cinco meses, intentaba acompañar su entusiasmo, pero a la vez temía que aquel capricho los dejara más endeudados de lo que podían permitirse.

El día que Julián trajo el coche a casa, entró como si hubiera ganado la lotería. Caminaba con el pecho erguido, las llaves en la mano y una sonrisa que rozaba la arrogancia.

—¿Qué te parece? —le preguntó a Elena, esperando halagos.

—Es bonito… pero tendremos que ajustar gastos —respondió ella con prudencia.

Su comentario fue suficiente para amargarle el momento. Julián frunció el ceño, murmuró algo sobre “no valorar sus esfuerzos” y salió a presumir el coche por el vecindario. Elena, cansada por el embarazo, se sentó en el sofá y trató de no llorar.

Durante las semanas siguientes, la relación se tensó. Julián atribuía cualquier pequeño inconveniente —un pago retrasado, una discusión tonta, incluso un leve rayón que apareció en el coche— a la “mala energía” de su esposa. Era una excusa absurda, pero él la repetía con creciente seguridad, como si buscara justificar un resentimiento que no sabía explicar.

Hasta que un día, mientras Elena preparaba la cena, Julián estalló.

—Siempre que estás aquí, las cosas salen mal —dijo, golpeando la mesa—. Desde que te embarazaste, mi vida se ha ido al traste.

Elena lo miró, incrédula.

—Julián… estás hablando sin pensar.

—Pienso muy bien —respondió él—. No quiero que me arruines mi suerte. Te vas de la casa. Hoy mismo.

Elena sintió que el aire le faltaba. Trató de razonar con él, explicarle que no tenía a dónde ir, que necesitaba reposo, que estaba esperando a su hijo. Pero Julián permaneció firme, frío, casi extraño. Le tiró una maleta vieja y abrió la puerta sin mirarla.

—Fuera. No quiero dramas.

Elena salió temblando, sosteniendo su vientre. Caminó hasta la parada de autobús más cercana bajo una llovizna fina, preguntándose qué haría ahora. Lo que no sabía era que el motivo de la rabia de Julián no era la mala suerte… sino algo mucho más turbio, algo que pronto saldría a la luz.

Apenas subió al autobús, su teléfono vibró: un mensaje de un número desconocido.

“Elena, necesito hablar contigo sobre Julián. Es urgente.”

Elena no sabía si responder o ignorar aquel mensaje misterioso. Durante años, Julián la había manipulado haciéndole creer que exageraba, que se preocupaba por cosas sin importancia, que todo lo malo que pasaba era culpa de su “sensibilidad”. Sin embargo, ahora que estaba sola en un autobús, con la ropa húmeda y sin saber a dónde ir, algo dentro de ella cambió. Decidió contestar.

—¿Quién eres y qué quieres? —escribió.

La respuesta llegó de inmediato.

—Soy Diego, trabajo en el taller donde tu esposo lleva el coche. No sé si debería meterme, pero tienes que saber algo.

Elena dudó.

—Dímelo.

Diego tardó unos segundos en enviar un audio. Su voz sonaba seria:

—Julián no quiere que lo sepan, pero… tu coche no estaba rayado por accidente, ni es que tenga mala suerte. Él chocó hace dos semanas, viniendo del bar. Iba ebrio. Está desesperado porque teme perder el seguro y el trabajo si alguien se entera. Por eso anda diciendo que todo es culpa de otros. Hoy vino alterado, hablando de que la mala energía lo persigue. Me preocupa que te haga daño.

Elena sintió frío en el pecho.

—¿Estás seguro?

—Completamente. Yo vi el daño del coche antes de que lo repararan. Y lo más grave… —Hubo una pausa larga— …dejó unas facturas sin pagar. Están por retenerle el vehículo.

Ella respiró hondo, mirando la ventana empañada. Todo encajaba: su hostilidad, su paranoia, su necesidad de culparla. Una mezcla de vergüenza y rabia le subió por la garganta.

—Gracias por decírmelo —dijo Elena.

Diego respondió con un simple “aquí estoy si necesitas algo”.

Elena decidió bajarse en la siguiente parada. Llamó a su amiga María, quien enseguida fue a recogerla. Cuando Elena le contó lo ocurrido, María la abrazó con una mezcla de furia y compasión.

—No vas a volver allí, ¿me oyes? Él no merece estar cerca de ti ni del bebé.

Durante dos días, Elena permaneció en casa de su amiga, tratando de ordenar sus emociones y pensando en cómo seguir adelante. Mientras tanto, Julián no hizo ningún intento por buscarla. Sólo mandó un mensaje frío: “Avísame cuando quieras recoger tus cosas.”

Elena no respondió.

María insistió en que debía denunciarlo, pero Elena aún no se sentía lista. Sin embargo, sí tomó una decisión crucial: ir a hablar con su jefe, el mismo que había sido paciente con los permisos médicos del embarazo. Si quería rehacer su vida, tenía que empezar por asegurar su trabajo.

Lo que no esperaba era encontrar una sorpresa aún mayor.

Al llegar a la oficina, la secretaria la condujo a la sala de reuniones. Allí, con rostro preocupado, estaba su jefe… y junto a él, la esposa del dueño del taller donde trabajaba Julián.

—Elena —dijo la mujer—, tenemos información importante sobre tu marido. Tu vida podría estar en peligro si no escuchas lo que tenemos que decirte.

Elena sintió que el suelo se movía bajo sus pies.

La mujer se presentó como Claudia, una persona que Elena apenas había visto un par de veces cuando Julián la llevaba a eventos del taller. Parecía nerviosa, como si llevara días pensando en si debía hablar o no.

—Lo que te voy a decir no es fácil —empezó—. Y créeme, no busco perjudicarte. Pero tengo que ser honesta: mi esposo y yo sospechamos que Julián está involucrado en algo ilegal relacionado con el taller.

Elena abrió los ojos, sorprendida. Su jefe la invitó a sentarse, ofreciéndole un vaso de agua.

—Desde hace meses —continuó Claudia— desaparecen piezas del inventario. Piezas caras. Al principio pensamos que era un error de registro… hasta que revisamos las cámaras. Julián aparecía después de horas, entrando al almacén sin autorización.

Elena parpadeó, incrédula.

—¿Julián robando? No… él jamás—

Pero mientras lo decía, recordó su actitud defensiva, su necesidad de controlar el relato, su creciente paranoia. Todo tenía un patrón.

—Lo peor —intervino el jefe— es que alguien lo denunció de manera anónima hace una semana. La policía está investigando y es probable que lo llamen a declarar pronto.

Elena sintió que su corazón se aceleraba.

—¿Y por qué me lo dicen a mí?

Claudia respiró hondo.

—Porque creemos que él está desesperado y puede intentar culparte. De hecho… esta mañana me escribió diciendo que tú estabas “mentalmente inestable” y que quizá habías tomado cosas del taller para revenderlas. Lo borró después, pero yo lo vi.

Elena se quedó helada.

Julián estaba dispuesto a incriminarla para salvarse.

De repente, comprendió todo: su furia irracional, su necesidad de sacarla de casa, su silencio estos días. Necesitaba quitarla del medio antes de que todo explotara.

—¿Qué quieren que haga? —preguntó con voz temblorosa.

—Protegerte —respondió su jefe—. Hablarás con la policía, explicarás todo. Nosotros confirmaremos la investigación interna.

Esa tarde, acompañada por María, Elena acudió a la comisaría. Declaró lo sucedido con calma sorprendente. Hablar sobre Julián dolió, pero también liberó un peso que llevaba años arrastrando.

Dos días después, Julián fue detenido al intentar vender piezas del taller en un garaje clandestino. La policía encontró mensajes, grabaciones y registros que lo vinculaban directamente con el robo. Además, al revisar su coche, descubrieron señales claras del choque que había ocultado.

Cuando Elena recibió la noticia, estaba en una revisión médica. Sintió su bebé moverse, como si el pequeño supiera que por fin estaban a salvo.

María la abrazó.

—Se acabó. Ya no puede hacerte daño.

Elena, por primera vez en mucho tiempo, sonrió. Tenía miedo, sí, pero también esperanza. Sabía que su vida sería diferente a partir de ese momento. Más simple, más honesta, más libre.

Y mientras salía del centro médico, se sorprendió pensando que, después de todo, la mala suerte nunca había sido ella… sino la vida que Julián se empeñaba en construir con mentiras.”

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