Había llovido con fuerza el día anterior — la primera tormenta verdadera en semanas.
Conducía de regreso a casa desde Guadalajara cuando la vi — mi exesposa, Alia — bajo el pequeño techo de una parada de autobús en la colonia Chapalita, completamente empapada. Sostenía un bolso viejo contra el pecho, temblando por el frío.

Algo dentro de mí se rompió. Habían pasado cinco años desde nuestro divorcio, pero verla otra vez removió algo en mí… una herida que nunca había sanado.
Sin pensarlo, detuve el coche, bajé la ventanilla y le dije con voz suave:
—Alia… súbete. Te llevo a casa.
Ella se giró, sorprendida al principio, y luego sonrió débilmente antes de asentir.
Nos conocimos durante nuestros años universitarios en Puebla. Después de graduarnos, la vida nos llevó por caminos distintos: yo me mudé a Monterrey para estudiar ingeniería, y ella se fue a Oaxaca para sacar su título de maestra. Solo hablábamos de vez en cuando.
Pero el destino nos volvió a juntar, cuando empezamos a trabajar en el mismo edificio de oficinas en el centro de Guadalajara.
Nos cruzábamos en el elevador, en la cafetería… y poco a poco, la amistad se convirtió en amor.
Dos años después, nos casamos.
Todos decían:
“El ingeniero tranquilo y la maestra dulce — la pareja perfecta.”
Los primeros años fueron hermosos, llenos de risas, amor y pequeños momentos que daban sentido a la vida.
Pero con el tiempo, las risas se fueron apagando. Pasaron tres años y no llegaban los hijos.
La familia empezó a murmurar. Mi madre fue la primera en pedirnos que viéramos a un médico.
El resultado lo cambió todo: Alia no podría ser madre jamás.
Le dije que eso no importaba, que la amaba igual. Mi madre incluso dijo que podíamos adoptar.
Pero Alia no podía perdonarse. Sentía que me había fallado — a mí y a todos.
Una noche, al llegar a casa, encontré los papeles del divorcio sobre la mesa.
Ella me miró con los ojos vacíos y dijo:
—Lo siento… mereces una familia completa. Yo no puedo darte eso. Déjame ir.
Intenté detenerla, pero su mirada estaba vacía, como si todo dentro de ella ya hubiera muerto.
Se fue, dejando atrás todos nuestros sueños.
Pasaron los años. Me enterré en el trabajo, construí una vida estable en Zapopan.
Todos decían que era un hombre exitoso… pero nadie sabía lo silenciosas que eran mis noches.
Y entonces, ayer, bajo aquella lluvia, al verla otra vez, comprendí que algunas heridas nunca se cierran del todo.
Cuando llegamos a su casa, dijo suavemente:
—Aquí vivo.
El edificio era viejo, con paredes agrietadas, barandales oxidados y ventanas rotas cubiertas con cartón. Mi corazón se hundió.
La seguí adentro solo para escapar de la lluvia. Su cuarto era pequeño, oscuro, húmedo… y olía a soledad.
Y entonces mis ojos se detuvieron en una fotografía — nuestra foto de boda.
Amarillenta por el paso del tiempo, pero aún colgada con cuidado, como si todavía significara algo.
Le pregunté en voz baja:
—¿Por qué todavía la tienes?
Ella sonrió débilmente.
—No es que aún tenga esperanzas… simplemente no pude tirarla.
Más tarde, al conducir de regreso a casa, sus palabras resonaban en mi cabeza.
Esa noche no pude dormir. Su pequeño cuarto, sus ojos tristes y esa vieja fotografía no salían de mi mente.
Al día siguiente, sin planearlo, me encontré frente a su puerta otra vez.
Dudé por un instante… y entonces la puerta se abrió.
Ella parecía sorprendida.
—¿Tú? ¿Qué haces aquí?
—Solo quería saber si estás bien —le dije suavemente.
Permaneció en silencio un momento, luego se apartó.
—Pasa.
La lluvia golpeaba la ventana. El silencio llenó el espacio entre nosotros.
Miré de nuevo la foto, luego la miré a ella. Los recuerdos regresaron como un torrente.
Extendí la mano, toqué su rostro… y la abracé.
Ella no se apartó.
Nos quedamos así, sosteniendo un amor que alguna vez habíamos perdido, como si la lluvia allá afuera lavara todo nuestro dolor.
Cuando amaneció, la tormenta había pasado.
Ella dormía tranquilamente a mi lado, con una mano descansando sobre la sábana.
Sabía que lo que había ocurrido estaba mal… pero se sentía como perdón — para ambos.
Antes de irme, dejé una nota en su mesa:
“No sé qué traerá el futuro, pero si alguna vez me necesitas… estaré aquí.”
Semanas después, llegó una carta a mi oficina — con su letra inconfundible:
“No me arrepiento de aquella noche lluviosa.
Solo quiero que seas feliz.
Dejemos que sea nuestro recuerdo más hermoso.”
A veces, cuando paso frente a ese viejo edificio en Tlaquepaque,
la pequeña ventana con la maceta sigue allí.
No entro — solo miro hacia arriba y sonrío,
sabiendo que hay amores que nunca terminan realmente…
solo encuentran un rincón silencioso en el corazón,
y se quedan ahí para siempre.