Cuando Alejandro Mendoza despertó aquella mañana y encontró la cuna vacía, nunca imaginó que la mujer que dormía a su lado había vendido a su hija de un año por 50.000 euros durante la madrugada. Pero lo que realmente sorprendió a todos fue descubrir que la única persona capaz de salvar a la bebé era precisamente aquella a la que él estaba a punto de despedir, su empleada doméstica. Lo que hizo Soledad no solo salvó una vida, cambió para siempre el significado de familia.
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El sol apenas empezaba a filtrarse por las cortinas de seda del dormitorio principal cuando Alejandro Mendoza despertó. Lo hizo con el sonido familiar que esperaba cada mañana, el balbuceo alegre de Sofía desde su cuarto, un suave murmullo que era la banda sonora del comienzo de su día. Pero esa mañana, el silencio era total, denso, casi antinatural.
Se incorporó en la cama, mirando hacia el lado donde Camila dormía profundamente, su cabello rubio extendido sobre la almohada de seda como una aureola dorada. Algo no estaba bien. Sofía siempre despertaba cantándole a sus muñecos, una melodía sin palabras que llenaba la casa de vida. Alejandro se levantó, sintiendo un nudo frío formándose en su estómago, y caminó por el pasillo de mármol hacia el cuarto de su hija.
La puerta estaba entreabierta, como siempre la dejaba Soledad. Pero cuando la empujó completamente, su mundo se detuvo. La pequeña cuna blanca estaba vacía.
“¡Sofía!”, llamó, su voz temblando. “¡Sofía!”. Corrió hacia el armario, hacia el baño, gateando bajo la cama con una desesperación que no sabía que poseía. Nada. La ventana estaba cerrada, los barrotes de seguridad intactos, pero su hija no estaba.
“¡Camila!”, gritó con una fuerza que nunca había usado, un alarido que rasgó el silencio de la mansión. “¡CAMILA!”. Sus gritos resonaron por toda la casa como lamentos de un animal herido.
En la cocina, en la planta baja, Soledad Ramos dejó caer la taza de café que estaba preparando. Los pedazos de cerámica se esparcieron por el suelo de baldosas, pero ella ya corría hacia las escaleras. “Sofía. Sofía”. Alejandro seguía gritando, su voz quebrándose en sollozos de pánico.
Soledad llegó corriendo al cuarto de la bebé y encontró a Alejandro de rodillas junto a la cuna, tocando las sábanas como si pudiera invocar a su hija de regreso. “Señor Alejandro, ¿qué pasó?”, preguntó Soledad, su corazón latiendo tan fuerte que parecía que se le iba a salir del pecho.
“No está, Soledad, mi bebé no está.”
Soledad se acercó a la cuna y notó inmediatamente algo extraño. Las sábanas estaban demasiado ordenadas, como si alguien hubiera arreglado la cama después. Sofía siempre dejaba todo revuelto cuando se despertaba, un pequeño torbellino de mantas y peluches. Revisó el baño, el cuarto de juegos.
“¡Ya revisé todo!”, gritó Alejandro, empujando a Soledad hacia un lado. “¡No está en ningún lado!”.
En ese momento, Camila apareció en la puerta, despeinada y con una bata de seda rosa. Sus ojos azules estaban perfectamente abiertos, alerta, aunque fingía estar confundida. “¿Qué pasa? ¿Por qué tanto grito?”.
“Sofía no está”, dijo Alejandro, corriendo hacia ella. “Alguien se llevó a mi hija.”
Camila se llevó las manos a la boca y sus ojos se llenaron de lágrimas en el momento exacto. “¿Qué? No, no puede ser”. Corrió hacia la cuna y se quedó parada junto a ella como si no pudiera creer lo que veía. “Dios mío, Alejandro, ¿cómo puede ser posible?”.
Soledad observaba la escena desde la puerta. Algo en la actuación de Camila no encajaba, pero no podía identificar qué era exactamente. Las lágrimas parecían reales, la conmoción también. Pero había algo. “Hay que llamar a la policía”, dijo Camila, secándose los ojos con el dorso de la mano. “Ahora mismo”.
El detective Carlos Ruiz llegó media hora después con su equipo. Era un hombre de mediana edad, barrigón y con el aspecto cansado de quien había visto demasiado. Se sentó en la sala principal de la mansión, un espacio enorme decorado con muebles europeos y arte moderno que probablemente costaba más que su salario anual. “Necesito que me cuenten exactamente qué pasó”, dijo sacando una libreta gastada.
Alejandro estaba sentado en el borde del sofá de cuero, temblando ligeramente. “Desperté como siempre a las siete. Sofía no estaba en su cuarto.”
“¿A qué hora la vio por última vez?”
“Anoche, como a las ocho. Soledad la acostó y yo fui a darle el beso de buenas noches.”
El detective miró a Soledad, que estaba parada cerca de la pared como un mueble más. “¿Usted es la empleada?”
“Sí, señor. Soledad Ramos.”
“¿Usted acostó a la niña anoche?”
“Sí, como siempre. Le di su biberón, le cambié el pañal, le puse su pijama rosa. Estaba feliz, jugando con su osito.”
Camila se acercó a Alejandro y puso una mano en su hombro. “Detective, Soledad siempre se quedaba mucho tiempo en el cuarto de Sofía. A veces yo tenía que ir a buscarla porque ya era muy tarde”.
Soledad sintió como si le hubieran dado una bofetada. “Señora Camila, yo solo cuidaba a la bebé como me pidieron.”
“No digo que hicieras algo malo”, continuó Camila con voz suave, casi comprensiva. “Solo que, bueno, a veces parecía que se te olvidaba que no era tu hija.”
El detective anotó algo en su libreta. “¿Alguien más tiene acceso a la casa?”
“Solo nosotros tres”, respondió Alejandro. “Y el jardinero viene los martes y viernes, pero tiene su propia entrada.”
“Revisaron todas las ventanas, las puertas”, Soledad habló antes de que alguien más pudiera responder. “Yo reviso todas las puertas antes de dormir, detective. Es parte de mi trabajo. Anoche estaba todo cerrado.”
Camila la miró con una expresión extraña. “¿Estás segura, Soledad? A veces, cuando una está cansada…”
“Estoy segura, señora.”
El detective pasó la siguiente hora revisando la casa con su equipo. No encontraron señales de entrada forzada, nada fuera de lugar, excepto la cuna vacía. Las cámaras de seguridad habían sido misteriosamente desconectadas desde las once de la noche. “¿Quién tiene acceso al sistema de cámaras?”, preguntó Ruiz.
“Solo yo”, respondió Alejandro. “Y mi esposa conoce la clave.”
Soledad notó que Camila no mencionó que ella también sabía dónde estaba el panel de control. Lo había visto muchas veces cuando limpiaba el estudio.
Mientras la policía terminaba su investigación preliminar, Camila se acercó a Alejandro en la cocina. Él estaba sentado con la cabeza entre las manos, sin haber probado el café que Soledad le había preparado.
“Amor”, susurró Camila, acariciando su cabello oscuro. “Sé que es terrible, pero…”
“¿Pero qué?”, Alejandro levantó la cabeza, sus ojos rojos de llorar.
“Quizás esto pasó por algo. Quizás es una señal de que debemos seguir adelante, tener nuestros propios hijos.”
Alejandro la miró como si hubiera dicho algo en un idioma extranjero. “¿Cómo puedes decir eso? Acabamos de perder a Sofía.”
“No la perdimos para siempre”, se corrigió Camila rápidamente. “La van a encontrar, estoy segura. Pero mientras tanto…”
“¿Mientras tanto, qué? ¿Me olvido de que mi hija está quién sabe dónde, con quién sabe quién?”.
Camila se mordió el labio, calculando su siguiente movimiento. “No es eso lo que quise decir, solo que… no podemos vivir en el pasado.”
Desde la puerta de la cocina, Soledad escuchaba la conversación. Cada palabra de Camila le sonaba falsa, pero no podía explicar por qué. Era como si estuviera siguiendo un guion que había ensayado.
Por la tarde, cuando la policía se había ido con pocas pistas y ningún sospechoso claro, Alejandro se encerró en su estudio. El silencio de la casa era ensordecedor. Sin los sonidos de Sofía, sus risitas, sus balbuceos, el ruido de sus juguetes, la mansión se sentía como un mausoleo.
Soledad estaba recogiendo los platos del almuerzo que nadie había tocado cuando Alejandro salió del estudio hecho una furia. “¡Esto es tu culpa!”, le gritó, apuntándola con el dedo. “¡Tú eras responsable de cuidarla!”.
Soledad dejó los platos en la mesa y lo miró a los ojos. “Señor Alejandro, yo siempre cuidé a Sofía como si fuera…”
“¿Como si fuera qué? ¡No es tu hija! ¿Para qué te pago si no puedes hacer una cosa tan simple como cerrar una puerta?”.
Las palabras cayeron sobre Soledad como piedras. Sintió que se le cerraba la garganta, pero mantuvo la compostura. “Yo cerré todas las puertas, señor, como hago todas las noches.”
“Entonces, ¿cómo se explica que mi hija haya desaparecido?”.
Camila apareció y puso una mano calmante en el brazo de Alejandro. “Amor, no le grites a Soledad. Ella también está sufriendo.”
Pero Alejandro estaba más allá de la razón. “¿Sabes qué? Debería despedirte ahora mismo. ¿De qué sirve una empleada que no puede proteger a una bebé?”.
Soledad sintió como si le hubieran arrancado el corazón, pero en lugar de llorar sintió algo más fuerte creciendo dentro de ella. Una determinación férrea que no había sentido en años. “Si esa es su decisión, señor Alejandro”, dijo con voz tranquila. “Pero sepa que yo amaba a esa niña como si fuera mía.”
Alejandro se quedó callado por un momento, como si las palabras de Soledad lo hubieran golpeado, pero luego su dolor se transformó en ira otra vez. “Lárgate de mi vista”, murmuró. “No quiero verte ahora.”
Soledad asintió y se dirigió hacia las escaleras. Al pasar junto a Camila, notó algo extraño en su expresión. No era tristeza ni preocupación, era satisfacción.
Esa noche, Soledad subió al cuarto de Sofía. La policía había terminado de revisar todo, pero había dejado una cinta amarilla en la puerta. Ella la pasó por debajo y entró al cuarto que conocía mejor que el suyo propio. Todo estaba exactamente como lo había dejado la noche anterior, excepto por la ausencia que lo llenaba todo.
Tocó los juguetes de Sofía uno por uno, el osito de peluche que le gustaba morder, los bloques de colores que tiraba desde su silla alta, el móvil de mariposas que giraba sobre su cuna. Se sentó en la mecedora donde había pasado tantas noches calmando a Sofía cuando lloraba por los dientes o cuando tenía pesadillas o, simplemente, porque quería compañía. Recordó la primera vez que la bebé le había sonreído, hacía seis meses. Recordó cuando empezó a extender los bracitos cuando la veía llegar por las mañanas.
Soledad abrió el cajón de la cómoda donde guardaba la ropa limpia de Sofía. Sus manos buscaron automáticamente la mantita rosa que siempre ponía sobre la bebé para que no se enfriara en las noches. Pero cuando la sacó, algo la hizo detenerse. La mantita tenía un pequeño bordado en la esquina inferior derecha, letras diminutas que ella misma había cosido a mano una noche cuando no podía dormir. S.M. Sofía Mendoza. Era su pequeño secreto, su manera de poner un pedacito de amor en algo que la niña usaba todos los días.
Pero esta mantita era diferente. Las letras estaban ahí, pero el color del hilo era ligeramente distinto, como si alguien hubiera tratado de copiar su trabajo.
Soledad se quedó inmóvil con la mantita en las manos. Su memoria se activó como una máquina perfecta, reproduciendo cada detalle de la madrugada. Se había despertado a las tres porque había escuchado un coche en la calle. Se había asomado por la ventana de su cuarto y había visto una figura femenina caminando hacia la casa. En ese momento había pensado que era Camila regresando de una de sus salidas nocturnas, algo que hacía ocasionalmente cuando decía que no podía dormir.
Pero ahora, mirando la mantita falsa en sus manos, recordaba algo más. La figura llevaba algo en los brazos, algo envuelto en una mantita rosa. Soledad sintió que el mundo se tambaleaba a su alrededor. Se acercó a la ventana y miró hacia la calle oscura, la misma calle por donde había visto caminar a Camila con un bulto en los brazos. Cerró los ojos y se concentró. Había algo más que su mente había registrado, pero que no había procesado conscientemente. Un sonido, el llanto suave de una bebé que se alejaba en la distancia.
Abrió los ojos y miró la mantita otra vez. Luego miró hacia la puerta del cuarto, donde podía escuchar las voces de Alejandro y Camila en su habitación. Camila estaba consolándolo, diciéndole que todo iba a estar bien, que la policía iba a encontrar a Sofía.
Pero Soledad sabía la verdad. Ahora sabía que la policía no iba a encontrar a Sofía porque estaban buscando en la dirección equivocada. Estaban buscando a un secuestrador externo cuando la enemiga estaba durmiendo en la misma casa.
Se guardó la mantita falsa en el bolsillo de su delantal y caminó hacia la ventana una vez más. En algún lugar de la ciudad, Sofía estaba llorando por ella. Estaba asustada, confundida, preguntándose por qué su “Sole” no venía a calmarla.
Soledad apoyó la frente contra el vidrio frío y tomó una decisión que cambiaría todo. Si la policía no iba a buscar a Sofía en el lugar correcto, ella lo haría. Si Alejandro no iba a escuchar sus sospechas sobre Camila, ella encontraría las pruebas. Y si tenía que hacerlo sola, lo haría sola. La mantita falsa en su bolsillo era el primer hilo de una madeja que estaba dispuesta a desenredar, sin importar a dónde la llevara o qué tan peligroso fuera el camino. Sofía la estaba esperando en algún lugar, y Soledad iba a encontrarla.
Tres días habían pasado y la mansión de La Moraleja parecía envuelta en un silencio funeral. Alejandro no había salido de su estudio. Soledad podía escuchar sus pasos irregulares detrás de la puerta de roble, como un animal enjaulado. Camila, en cambio, se había transformado. Ya no era la esposa joven que se quejaba de dolores de cabeza. Ahora tomaba decisiones, daba órdenes, manejaba las llamadas con una eficiencia que parecía haber estado dormida hasta ahora.
“Soledad”, le dijo esa mañana en la cocina. “He estado pensando que necesitamos reducir gastos. Con todo lo que está pasando, Alejandro no puede concentrarse en el trabajo.”
Soledad estaba limpiando los platos del desayuno que solo Camila había tocado. “¿Qué tipo de gastos, señora?”
“Bueno, el jardinero puede venir solo una vez por semana. Y María, la chica que viene a lavar la ropa, ya no será necesaria. Tú puedes hacerte cargo de eso también.”
Soledad asintió sin decir nada. Sabía que el dinero no era problema. Esto era otra cosa.
“Y creo que también vamos a prescindir de Rosa, la cocinera de los fines de semana”, continuó Camila. “Podemos arreglárnoslas solos.”
Lo que Camila estaba haciendo era claro para Soledad. Estaba eliminando testigos.
Esa tarde, mientras Alejandro permanecía encerrado, Soledad se acercó al estudio. Tocó la puerta suavemente. “Señor Alejandro, ¿puedo traerle algo de comer?”
“No tengo hambre”, fue la respuesta apagada.
“Necesita mantenerse fuerte para cuando encuentren a Sofía.”
La puerta se abrió y Alejandro apareció. Tenía la ropa arrugada, el cabello despeinado y una barba de tres días. “¿Tú crees que la van a encontrar?”, le preguntó. Y había una desesperación en su voz que le partió el corazón a Soledad.
“Estoy segura, señor.”
Alejandro la miró por un momento largo. “Camila dice que tú no estás siendo completamente honesta sobre esa noche. Dice que tal vez viste algo y tienes miedo de decirlo.”
Soledad sintió un escalofrío. Vio en sus ojos que las semillas de duda ya habían sido plantadas. Recordó haber escuchado a Camila la noche anterior. “Viste cómo mirabas a Sofía”, le había dicho a Alejandro. “No era normal, Alejandro. Era como si fuera tu propia hija… Tal vez deberías preguntarle más detalles sobre esa noche. A veces, cuando la gente tiene algo que ocultar, los detalles no coinciden.” Camila tenía el don de tomar recuerdos inocentes y teñirlos de sospecha.
Soledad sabía que tenía que actuar rápido. Esa tarde, tomó el autobús hacia Vallecas, el barrio donde había crecido. Llevaba una foto de Sofía en su bolso, la única que se había atrevido a tomar con su móvil viejo.
“¿Has visto a esta niña?”, le preguntó a doña Carmen, que vendía churros en la esquina de siempre.
“Está muy bonita la bebé. ¿Es tu nieta?”
“Es… de la familia donde trabajo. Se perdió.”
“¡Ay, Dios santo! No, por aquí no he visto nada raro.”
Pasó dos horas mostrando la foto. Nadie había visto a Sofía, pero todos se condolían de su pérdida como si fuera propia. Fue cuando ya iba de regreso que encontró a Elena, su antigua vecina.
“Soledad, niña, ¿qué haces por aquí?”. Le mostró la foto. “¿Has visto movimientos extraños? Coches que no conoces…”
Elena se acercó más y bajó la voz. “Pues ahora que lo dices, el martes de madrugada escuché un motor. Me asomé… y era un coche negro, de esos grandes. Paró dos manzanas más abajo, donde vive la comadre Juana. Ahí hay una casa que a veces usa gente que, bueno… gente que cuida niños sin hacer preguntas.”
Soledad conocía ese tipo de lugares. Casas donde mujeres desesperadas cuidaban hijos ajenos por dinero, sin documentos. Lugares donde una bebé podía desaparecer sin dejar rastro. Mientras caminaba hacia allí, sintió una punzada familiar. Había estado en una casa así hacía doce años, cuando su propio hijo, Mateo, se enfermó. Una curandera le dio un jarabe casero. Mateo murió dos días después de una neumonía que se habría curado fácilmente con antibióticos. Ese dolor nunca se había ido.
La casa de Juana estaba cerrada. Los vecinos dijeron que se había ido de viaje. Soledad se quedó parada frente a la puerta, sintiendo que se le escapaba una pista importante.
Cuando regresó a la mansión esa noche, encontró a Alejandro en el cuarto de Sofía. Estaba sentado en el suelo, sosteniendo el osito de peluche de la bebé. “Huele a ella”, murmuró. “Todavía huele a mi bebé.”
Soledad se sentó en el suelo junto a él. “Las cosas pequeñas a veces son más fuertes de lo que pensamos”, dijo Soledad. “Sofía es una luchadora.”
Antes de que Alejandro pudiera responder, Camila apareció en la puerta. Su expresión cambió al verlos juntos. “¿Qué está pasando aquí?”.
“Solo estaba recordando”, dijo Alejandro, levantándose rápidamente.
“¿Y tú qué haces aquí?”, le preguntó Camila a Soledad. “¿Quién te dio permiso de entrar al cuarto de Sofía?”.
La paranoia en la voz de Alejandro regresó, alimentada por Camila. “Camila tiene razón. Sal de aquí. No quiero verte tocando las cosas de Sofía.”
Soledad se quedó paralizada. Camila había estado investigando, había descubierto lo de Mateo.
“¿Estás tratando de reemplazar a tu propio hijo con el mío?”, las palabras de Alejandro golpearon a Soledad como puñetazos.
“¡Sal de aquí!”, gritó Alejandro.
Soledad salió del cuarto con las piernas temblorosas. Detrás de ella escuchó la voz suave de Camila consolando a Alejandro.
Esa noche, Soledad observó desde las escaleras mientras Camila bajaba a la cocina. De una bolsa de basura escondida, Camila sacó un pequeño pijama rosa de Sofía, el que tenía una mancha de comida que Soledad no había podido quitar. Camila encendió un fogón de la vitrocerámica y sostuvo el pijama sobre el calor. El tejido se consumió rápidamente. Luego, Camila abrió su móvil y marcó un número.
“Bueno”, contestó una voz áspera.
“Soy yo”, susurró Camila. “¿Cómo está el paquete?”
“Come bien, duerme bien, llora menos. Está sana.”
“Perfecto. No me vuelvas a llamar a menos que sea una emergencia.”
Camila colgó y siguió quemando los restos del pijama. Soledad se quedó escondida, con el corazón latiendo con fuerza. Ahora tenía la confirmación, pero sin pruebas sólidas, nadie le creería. Especialmente Alejandro, que ya estaba completamente bajo el control de Camila.
Al día siguiente, esperó a que Camila saliera para acercarse a Alejandro. “Señor Alejandro, necesito hablar con usted. Creo que alguien en esta casa no está siendo honesto.”
“¿De qué estás hablando?”
“La noche que desapareció Sofía… yo vi a alguien salir a las tres de la mañana.”
Antes de que pudiera responder, la puerta principal se abrió. Camila había regresado.
“¿Estás tratando de culpar a mi esposa?”, la voz de Alejandro se elevó. “¡No voy a escuchar esto! Camila es lo único que me queda.”
Camila apareció en la sala. “¿Qué está pasando?”.
“Soledad está tratando de culparte a ti”, dijo Alejandro.
Camila la miró con una expresión de profunda tristeza. “Soledad, entiendo que estés desesperada. Todos lo estamos. Pero acusarme a mí… Señora Camila, yo sé lo que vi”.
“¿Qué viste exactamente?”, preguntó Camila con voz suave.
“La vi salir de la casa de madrugada con algo en los brazos.”
Camila se volvió hacia Alejandro con lágrimas en los ojos. “Alejandro, está delirando. Yo estuve en la cama contigo toda la noche.” Luego, con voz compasiva, se dirigió a Soledad. “Sé que perdiste a tu propio hijo. Sé que esto debe estar trayendo de vuelta muchos recuerdos dolorosos, pero no puedes proyectar tu dolor en nosotros.”
Al día siguiente, Alejandro llamó a Soledad a la sala. Tenía un sobre en las manos. “Soledad… creo que Camila tiene razón. Necesitamos tiempo para procesar esto como familia.” Le extendió el sobre. “Te voy a dar una liquidación… Necesitamos espacio.”
Soledad tomó el sobre sin abrirlo. “¿Cuándo tengo que irme?”
“Te doy hasta el viernes.”
Cinco días. Tenía cinco días para encontrar a Sofía y demostrar la verdad. Antes de irse, se volvió una última vez. “La voy a encontrar”, dijo con voz tranquila pero firme. “Con o sin su ayuda, voy a traer a Sofía a casa.”
48 horas. Eso era todo lo que le quedaba. Se despertó a las cuatro de la madrugada del miércoles. La casa estaba en silencio, pero su mente era un torbellino. Se sentó en su cama y cerró los ojos, reviviendo la noche del lunes. El motor del coche a las 3:05. La figura femenina. El bulto en sus brazos. Pero algo no encajaba. Camila nunca regresaba caminando. El coche se había alejado inmediatamente.
Y luego estaban los detalles de la mañana siguiente. El perfume de Camila era diferente, más áspero. Y sus zapatos, siempre impecables, tenían una mancha de barro seco en la suela. Pero la prueba crucial era la mantita. Alguien había tomado la original y había dejado una falsa, alguien que sabía que ella notaría la diferencia, pero apostaba a que nadie más lo haría.
A las seis de la mañana, Soledad estaba lista para salir. Llevaba la foto de Sofía, varias copias y una descripción detallada de la mantita. Su primera parada fue la lavandería Santa Rosa. La dueña, Mercedes, la conocía desde niña. Le mostró la foto.
“Está preciosa la niña. No, mija, no la he visto. Y de mantitas rosas he lavado muchas, pero ninguna con un bordado como el que describes.”
Pasó horas visitando lavanderías y tiendas. Fue en la cuarta, “Burbujas y Más”, en el barrio de San Rafael, donde tuvo suerte. La encargada, una joven llamada Patricia, escuchó la descripción.
“Una mantita rosa con bordado… sí, creo que sí he visto algo así.”
El corazón de Soledad se aceleró. “¿Cuándo?”
“El martes por la mañana. Una señora elegante vino a preguntar si podíamos lavar una mantita con urgencia. Era rubia, bonita, bien arreglada, con uñas rojas muy largas y un perfume caro.”
Era Camila. “¿Qué pasó con la mantita?”
“Eso fue lo raro. Cuando le dije que tardaríamos dos horas, dijo que mejor la llevaba a otro lado. Pero antes me preguntó algo extraño. Me preguntó si yo sabía bordar y si podía copiar el diseño en otra mantita.”
Soledad tuvo que agarrarse del mostrador. Tenía la prueba de que Camila había intentado crear la réplica.
Mientras Soledad recorría la ciudad, Camila estaba en casa ejecutando la siguiente fase de su plan. Cuando Alejandro regresó de la oficina, lo encontró con una expresión de preocupación. “Alejandro, hay algo que me ha estado molestando… sobre Soledad.”
“¿Qué pasa?”
“Piénsalo, Alejandro. ¿Quién tenía más acceso a Sofía que nadie? ¿Quién conocía mejor sus rutinas? Soledad necesita dinero, tiene deudas.”
“Camila, no puedes estar sugiriendo…”
“No sugiero nada. Solo digo que tal vez deberíamos considerar todas las posibilidades. Si alguien le ofreciera suficiente dinero… ¿no podría sentirse tentada?”. La semilla estaba plantada.
Soledad, mientras tanto, estaba en un barrio peligroso conocido por sus casas de paso. En la cuarta casa, una construcción con pintura descascarada, una mujer mayor le abrió la puerta.
“Estoy buscando a esta bebé”, dijo Soledad, mostrando la foto.
La mujer miró la foto un segundo más de lo normal. “No sé nada.”
Pero cuando empezó a cerrar la puerta, un llanto de bebé se escuchó desde adentro. La mujer se puso tensa. “¡Váyase ahora o llamo a la policía!”.
La puerta se cerró con fuerza, pero Soledad se quedó. Dio la vuelta a la manzana y vio a la mujer desde una ventana trasera, hablando por teléfono con agitación. Estaba reportando su visita a alguien.
Cuando regresó a la mansión esa noche, Camila la esperaba en la cocina con una copa de vino. “¿Dónde estuviste todo el día, Soledad?”.
“Era mi día libre.”
“Tu día libre”, repitió Camila. “Me he enterado de que anduviste preguntando por una mantita rosa, mostrando fotos. Déjame decirte algo, Soledad Ramos. Tú no eres nada en esta casa. Eres una chacha que limpia suelos. Y si crees que alguien va a creer tu palabra sobre la mía, estás muy equivocada. Te quedan dos días aquí, y después desapareces para siempre. Y si sigues inventando historias, me aseguraré de que nunca más encuentres trabajo en esta ciudad. ¿Me entiendes?”.
Esa noche, el teléfono de Soledad sonó. Era Patricia, de la lavandería. “Señora, me acordé de algo más sobre esa mujer. Tenía una pequeña cicatriz en la mano derecha, entre el pulgar y el índice.”
Soledad cerró los ojos. Camila tenía exactamente esa cicatriz.
“Y me acordé de lo que dijo cuando le pregunté para qué era la mantita. Dijo que era para un cumpleaños de dos años. Pero dudó cuando se lo pregunté. Me dio mala espina.”
Al día siguiente, jueves, su último día completo, Patricia volvió a llamar. “¡Señora, me acordé de algo más! Una clienta vio a esa misma mujer saliendo de la casa de la comadre Esperanza, en el barrio de San Judas. Cuida niños sin papeles. La dirección es calle Revolución 247, casa amarilla con portón verde.”
Soledad se vistió rápidamente. Tenía que salir antes de que nadie despertara.
La casa amarilla era fácil de identificar. Tocó la puerta. Una mujer de unos 60 años abrió. Era la comadre Esperanza.
“Vengo preguntando por una bebé”, dijo Soledad, mostrando la foto.
“No sé nada”, dijo la mujer, pero Soledad notó su tensión.
Cuando Esperanza empezó a cerrar la puerta, se escuchó un llanto desde el interior. Un llanto que hizo que el corazón de Soledad se detuviera. Era el llanto de Sofía.
“Disculpe”, dijo Soledad, empujando la puerta. “Creo que he escuchado algo.”
“¡No escuchó nada! ¡Váyase o llamo a la policía!”.
Pero Soledad ya estaba mirando hacia el interior. Un lugar deprimente, sucio, con niños llorando. Y al fondo, el llanto continuaba. “Señora, necesito revisar su casa. Sé quién le pagó para que cuidara a esa bebé.”
La expresión de Esperanza cambió. El color se fue de su cara. Se hizo a un lado. Soledad siguió el sonido del llanto hacia el último cuarto.
Lo que vio le rompió el corazón. Sofía estaba en una cama improvisada, hecha con cojines viejos. Estaba más delgada, pálida, con ojeras. Lloraba con una desesperación que Soledad reconoció al instante.
“Dios mío”, susurró, corriendo hacia ella.
Al escuchar su voz, Sofía dejó de llorar y volvió la cabeza. Sus ojitos oscuros se encontraron con los de Soledad. Entonces, extendió sus bracitos y balbuceó claramente: “Sole”.
Era la primera palabra clara que había dicho en su vida. Soledad se quebró. Las lágrimas que había contenido salieron mientras tomaba a Sofía en sus brazos. La bebé se aferró a ella como si nunca fuera a soltarla. “Ya estoy aquí, mi amor. Ya vine por ti.”
Esperanza apareció en la puerta. “No puede llevársela. Tengo un contrato.”
“¿Qué contrato?”.
“La señora me pagó para cuidarla un mes. Dijo que era su hijastra, que había problemas con el papá.”
Soledad necesitaba una confesión. Llevó a Esperanza a casa de una vecina, Rosa, que les prestó su móvil para grabar.
“Una señora rubia me la trajo hace cinco días”, confesó Esperanza en la grabación. “Me dio 10.000 euros por adelantado. Dijo que el papá era muy rico pero que no se daría cuenta de que la niña había desaparecido. Dijo que en dos semanas volvería para llevársela para siempre.”
Soledad tenía la prueba. Le pidió a Esperanza que llamara al número que Camila le había dejado. La llamada también fue grabada.
“¿Qué pasó?”, contestó la voz tensa de Camila.
“Señora, alguien vino preguntando por la niña.”
Hubo un largo silencio. “¿Quién vino?”.
“Una señora.”
“¿Le dijiste algo?”.
“No, señora. Le dije que no sabía nada.”
“Perfecto. No vuelvas a llamarme. Y si alguien más pregunta, tú no sabes nada de ninguna niña.” La línea se cortó.
Soledad llamó a la policía. “Detective Ruiz, soy Soledad Ramos. Encontré a la bebé.”
Veinte minutos después, la policía, una ambulancia y el detective Ruiz llegaron. Soledad les entregó las grabaciones. Los paramédicos revisaron a Sofía. “Está deshidratada, pero no hay nada grave”, dijeron. “Necesita una evaluación en el hospital.”
Una hora después, la caravana policial llegó a la mansión. Alejandro estaba en la ventana. Cuando vio a Soledad bajar de la ambulancia con un bulto en los brazos, su mundo se detuvo. Era Sofía. Corrió hacia la puerta.
“¡Sofía, mi bebé!”. Sus manos temblaban cuando la tomó en brazos, llorando sin control.
En ese momento, Camila apareció. Al ver a Sofía, su rostro mostró un flash de pánico puro antes de componerse. “¡Dios mío!”, gritó con lágrimas que parecían genuinas. “¡Sofía, está viva! ¿Dónde la encontraron?”.
En la sala, el detective Ruiz comenzó a hablar. “Su hija fue encontrada en una casa de paso. La mujer que la cuidaba dice que alguien le pagó. Una mujer rubia, joven, con uñas rojas y una cicatriz en la mano derecha.”
El silencio fue total. Alejandro miró las manos de Camila. Ahí estaba la cicatriz.
“¡Esto es ridículo!”, exclamó Camila. “¡Van a acusarme basándose en una descripción tan vaga!”.
El detective reprodujo la primera grabación, la confesión de Esperanza. Luego se volvió hacia Soledad. “Ahora entiendo. ¡Soledad planeó todo esto! ¡Está obsesionada con Sofía porque perdió a su propio hijo!”. Era una manipulación maestra, pero el detective tenía más.
Reprodujo la segunda grabación, la llamada telefónica. Cuando la voz de Camila se escuchó claramente, el color se fue de su cara. “Esa… esa no soy yo”, tartamudeó.
Fue entonces cuando Sofía, tranquila en brazos de su padre, vio a Soledad. Sus ojitos se iluminaron y extendió sus bracitos hacia ella. “¡Sole, Sole!”, gritó con alegría.
El sonido llenó la sala. Sofía nunca había dicho una palabra clara antes. Su primera palabra real era el nombre de Soledad.
En ese momento, todo encajó en la mente de Alejandro. Las llamadas susurradas, la insistencia de Camila en “seguir adelante”, su falta de desesperación real.
“Camila”, dijo lentamente. “¿Dónde estuviste realmente esa noche?”.
“¡Estuve en la cama contigo!”.
“No, no estuviste”, mintió Alejandro, probando una teoría. “¿Y por qué tenías barro en los zapatos esa mañana?”.
Camila se quedó sin palabras.
“Tú vendiste a mi hija”, dijo Alejandro. No era una pregunta.
La máscara de Camila cayó. “Tienes razón”, dijo con una voz fría y calculadora. “Sí, la vendí. Y fue la mejor decisión. Esa niña arruinó todo. Desde que llegué, todo ha sido sobre Sofía. ¡Yo me casé contigo, no con el recuerdo de tu esposa muerta y su bebé! ¡Ella era un obstáculo!”.
“Camila Mendoza”, dijo el detective. “Está arrestada”.
Mientras los oficiales la esposaban, seguía gritando. “¡Te vas a arrepentir, Alejandro! ¡Sin mí no eres nada!”.
Pero Alejandro ya no la escuchaba. Estaba mirando a Soledad. “Perdóname”, susurró. Y en esas dos palabras estaba todo el peso de su culpa y su gratitud.
La pesadilla había terminado. La casa quedó en silencio. Sofía, ajena a todo, seguía extendiendo los bracitos hacia Soledad. “Sole, Sole”. En esa sala llena de traición, también había algo más fuerte: el amor que había traído a Sofía de vuelta a casa.
Una semana después, la mansión respiraba con una nueva tranquilidad. Pero Alejandro no podía mirar a Soledad a los ojos sin sentir una vergüenza profunda. Sofía, por su parte, se había vuelto inseparable de ella.
“Soledad”, dijo Alejandro una mañana, “necesito pedirte perdón. Por todo. Quiero compensarte. Aumentarte el sueldo, comprarte una casa…”
“No se trata de dinero, señor Alejandro”, lo interrumpió Soledad. “Se trata de respeto. Si quiere que me quede, las cosas tienen que cambiar. Necesita estar presente de verdad, aprender a cuidar a su propia hija. Si nos quedamos, somos una familia. Una familia de verdad.”
Los primeros días fueron torpes. Alejandro aprendió a cambiar pañales, a preparar biberones, a calmar el llanto de su hija. Soledad le enseñó con paciencia. Poco a poco, establecieron nuevas rutinas. Alejandro canceló viajes, redujo sus horas de oficina. Sofía se convirtió en el puente entre ellos.
Gradualmente, algo hermoso comenzó a suceder. Alejandro descubrió las alegrías simples de la paternidad. Soledad, por su parte, ya no era la empleada invisible; su opinión importaba.
Una tarde de domingo en el jardín, decidieron enseñarle a Sofía a caminar. “Ven, mi amor”, le dijo Soledad, poniéndose en cuclillas. Sofía, agarrada de las manos de Alejandro, dio un paso vacilante hacia Soledad, luego se volvió y dio otro hacia su padre. Caminó de uno a otro, riendo cada vez que llegaba a unos brazos seguros.
No era una familia tradicional. No había lazos de sangre entre Soledad y los Mendoza. Pero había algo más fuerte: amor elegido, respeto ganado y confianza construida.
“Gracias”, dijo Alejandro, mirando a Soledad. “Por salvarla. Por salvarnos. Por darnos una segunda oportunidad.”
Soledad asintió, viendo a Sofía jugar en el césped. En el silencio del jardín, con el sol poniéndose, finalmente había paz. “Sole”, murmuró Sofía, acurrucándose en su regazo. Luego, miró a su padre y dijo una nueva palabra: “Papá”.
Por primera vez, había incluido a ambos en su pequeño mundo. Y por primera vez en mucho tiempo, todo estaba exactamente como debía ser.