La nueva secretaria se quedó paralizada al ver su foto de infancia en la oficina de su jefe…

La nueva secretaria se quedó paralizada al ver su foto de infancia en la oficina de su jefe. El ascensor subía con rapidez por el edificio de cristal que reflejaba el cielo azul de Ciudad de México. Sofía Méndez apretó contra su pecho la carpeta con su currículum mientras repasaba mentalmente todos los consejos que su madre le había dado esa mañana. A sus años nunca había estado tan nerviosa. Este trabajo lo cambiaba todo. Piso 35. Arteaga añas Asociados. anunció la voz metálica del elevador.

Sofía respiró hondo, alisó su falda negra, la única formal que tenía, y caminó con determinación hacia la recepción. Sus tacones resonaron en el suelo de mármol mientras observaba el lujo discreto del bufete más prestigioso de la ciudad. Buenos días, soy Sofía Méndez, la nueva secretaria del licenciado Arteaga. dijo con una seguridad que estaba lejos de sentir la recepcionista. Una mujer de mediana edad con un peinado impecable la miró por encima de sus gafas. Llegas justo a tiempo.

El licenciado detesta los retrasos. Carmen te está esperando. Ella te explicará tus funciones. Sofía siguió a Carmen, una mujer mayor de rostro amable pero mirada astuta. A través de pasillos donde abogados con trajes caros hablaban en voz baja sobre casos millonarios. Era un mundo completamente distinto al suyo, donde cada mes era una batalla para pagar las medicinas de su madre. El licenciado Arteaga es muy exigente”, explicó Carmen mientras le mostraba su escritorio. Puntualidad perfecta, organización impecable y discreción absoluta.

Nunca jamás le interrumpas cuando está en una llamada importante. Sofía asintió memorizando cada instrucción. ¿Cuándo lo conoceré? Ahora mismo te está esperando para darte tus primeras instrucciones. Carmen bajó la voz. No te asustes si parece frío. Así es con todos. El despacho del licenciado Fernando Arteaga era exactamente lo que Sofía esperaba. Elegante, sobrio e intimidante. Grandes ventanales ofrecían una vista panorámica de la ciudad. Libreros de madera oscura cubrían dos paredes enteras y un escritorio imponente presidía la habitación detrás del escritorio.

Un hombre de 53 años firmaba documentos sin levantar la mirada. Su cabello entreco, perfectamente peinado, y su traje hecho a medida gritaban poder y dinero. Cuando finalmente alzó los ojos, Sofía sintió un escalofrío inexplicable. Eran ojos grises, penetrantes y curiosamente tristes. “Señorita Méndez”, dijo con voz grave, “siéntese, por favor. ” Sofía obedeció notando que el licenciado apenas la miraba directamente. Su currículum es modesto, pero las referencias de la universidad son excelentes. Espero que demuestre la misma dedicación aquí.

No le fallaré, licenciado. Fernando comenzó a explicarle sus responsabilidades, pero Sofía apenas podía concentrarse. Sus ojos habían captado algo sobre el escritorio que le robó el aliento. En un elegante marco de plata descansaba una fotografía descolorida por el tiempo. Una niña de unos 4 años con vestido blanco sosteniendo un girasol. Era ella. El mundo pareció detenerse. El mismo vestido blanco con encaje que su madre guardaba en una caja. El mismo girasol que había recogido aquel día en el parque.

La misma foto que su madre atesoraba, idéntica. Hasta la pequeña mancha en la esquina. ¿Está escuchando, señorita Méndez? La voz del licenciado la devolvió bruscamente a la realidad. Sofía sintió que le faltaba el aire. Sus piernas temblaban bajo el escritorio. “Disculpe, yo”, balbuceó, incapaz de apartar la mirada de la fotografía. Fernando siguió su mirada y, al darse cuenta de lo que observaba, su rostro se endureció. Una sombra de dolor cruzó sus ojos. “¿Se siente bien? ¿Está pálida?” Sofía señaló la fotografía con dedos temblorosos.

Esa foto, ¿puedo preguntar quién es? El licenciado Arteaga guardó silencio unos segundos. Cuando habló, su voz sonaba diferente, casi quebrada. Es una fotografía personal, no tiene importancia, pero la tenía y ambos parecían saberlo. “¿Puede retirarse. Carmen le explicará el resto de sus funciones”, dijo Fernando dando por terminada la reunión. Sofía pasó el resto del día en piloto automático. Carmen le mostró el sistema de archivo, le explicó los horarios. y le presentó al personal clave, pero su mente seguía en aquella fotografía.

¿Cómo era posible? ¿Qué hacía su foto en el despacho del hombre más poderoso de la firma? Al salir del edificio, ya anochecía. Tomó el metro repleto de gente, luego un pesero que la dejó a tres cuadras de su casa en un barrio modesto al sur de la ciudad. Durante todo el trayecto, la imagen del marco de plata no abandonó su mente. Su casa era pequeña, pero acogedora. Sofía giró la llave con cuidado para no despertar a su madre si estaba descansando, pero la encontró en la cocina preparándote.

¿Cómo te fue, mi hijita? Preguntó Isabel, de 51 años, con una sonrisa que iluminaba su rostro cansado por la enfermedad. Bien, creo respondió Sofía dejando su bolso sobre la mesa. Isabel la miró detenidamente. Conocía cada gesto de su hija. ¿Qué pasó? Te noto rara. Sofía se sentó aceptando la taza de té que su madre le ofrecía. El licenciado Arteaga tiene una foto mía en su escritorio. La taza que Isabel sostenía se estrelló contra el suelo, rompiéndose en pedazos.

¿Qué dices? Susurró Isabel con el rostro repentinamente blanco como el papel. La foto del girasol, mamá, la que tienes guardada en tu caja, es exactamente la misma. Isabel se apoyó en la mesa como si sus piernas ya no pudieran sostenerla. Sus ojos, tan parecidos a los de su hija, se llenaron de lágrimas. No es posible, murmuró. No puede ser él. ¿Conoces al licenciado Arteaga?, preguntó Sofía, cada vez más confundida. Mamá. Isabel no respondió. Se levantó lentamente y caminó hasta su habitación.

Sofía la siguió observando como su madre sacaba una pequeña caja de metal de debajo de la cama con manos temblorosas. Isabel introdujo una llave diminuta en la cerradura y levantó la tapa. Dentro estaban los tesoros más preciados de su madre, cartas amarillentas, un mechón de cabello infantil, un anillo barato de plata y la fotografía, exactamente igual a la que descansaba en el despacho de Fernando Arteaga. Isabel tomó la foto entre sus dedos y la miró como si contuviera todos los secretos del universo.

“Hay algo que nunca te he contado sobre tu padre, Sofía”, dijo finalmente con voz quebrada por 26 años de silencio. “Es hora de que sepas la verdad. La noche caía sobre Ciudad de México y en una pequeña casa del sur, un secreto guardado durante décadas estaba a punto de salir a la luz, cambiando para siempre la vida de todos los involucrados. Sofía se sentó en el borde de la cama. Observando a su madre, que sostenía la fotografía con manos temblorosas.

Nunca la había visto así, tan frágil y asustada. Mi padre Sofía apenas podía pronunciar la palabra. Siempre me dijiste que murió antes de que yo naciera. Isabel negó con la cabeza. Sus ojos estaban llenos de lágrimas contenidas durante 26 años. Era más fácil decir eso que explicarte la verdad, confesó en voz baja. Tu padre no murió. Sofía. Tu padre. Tu padre es Fernando Arteaga. El silencio que siguió fue tan denso que parecía un ser vivo en la habitación.

Sofía se levantó de golpe, como si la cama quemara. El licenciado Arteaga, “Mi jefe, no puede ser”, exclamó con incredulidad. “¿Cómo es posible? ¿Por qué nunca me lo dijiste?” Porque Fernando Arteaga me lo quitó todo, menos a ti”, respondió Isabel con una amargura que Sofía jamás había escuchado en su voz y temía que si lo buscabas también te perdería a ti. Isabel respiró hondo y comenzó a relatarle una historia que había mantenido enterrada durante más de dos décadas.

Yo tenía 24 años y trabajaba como empleada doméstica en la mansión de los Arteaga. En las lomas, Fernando acababa de casarse con Verónica Montero, hija de una familia adinerada, un matrimonio arreglado. Por conveniencia, él estaba construyendo su carrera como abogado y necesitaba los contactos de la familia Montero. Isabel se levantó y caminó hasta la ventana. Afuera, las luces de la ciudad parpadeaban como estrellas caídas. Su matrimonio era una farsa. Verónica lo sabía, Fernando lo sabía, todos lo sabían.

Continuó. Ella tenía sus amantes y él me encontró a mí. Al principio solo intercambiábamos miradas, luego palabras, después te enamoraste de él, concluyó Sofía. Y él de mí, o eso creí casi un año. Vivimos en una burbuja. Me regalaba libros, me enseñaba cosas. Hablábamos durante horas. Me hacía sentir que yo importaba, que no era solo la muchacha que limpiaba su casa. Isabel volvió a sentarse, esta vez sacando más cartas de la caja metálica. Cuando quedé embarazada, todo cambió.

Al principio, Fernando parecía feliz. Hablaba de divorciarse, de comenzar una nueva vida juntos. Hasta me llevó a tomar esa fotografía, la del girasol. Fue el día que me prometió que seríamos una familia. La voz de Isabel se quebró. ¿Qué pasó después? Preguntó Sofía sintiendo un nudo en la garganta. Verónica descubrió lo nuestro. No le importaba que Fernando tuviera una amante. Lo que no podía tolerar era el escándalo, que la gente supiera que su marido prefería a la sirvienta y menos aún que esa sirvienta estuviera esperando un hijo suyo.

Isabel sacó un pañuelo y se secó las lágrimas que comenzaban a correr por sus mejillas. Esa mujer me enfrentó una tarde. Me dijo que si no desaparecía, se encargaría de que Fernando perdiera todo, su carrera, su reputación, todo por lo que había trabajado. Y luego fue con él y le dio el mismo ultimátum. Y él eligió su carrera en lugar de nosotras. La voz de Sofía temblaba de indignación. Isabel asintió lentamente. Fernando vino a verme esa noche.

Parecía destrozado, pero su decisión estaba tomada. me entregó dinero suficiente para comenzar en otro lado. Me dijo que lo sentía, que no podía arriesgar todo por lo que había luchado. “Qué cobarde”, estalló Sofía, sintiendo que la rabia le quemaba el pecho. “Nos abandonó. Yo tampoco fui valiente”, confesó Isabel. Acepté el dinero y me fui sin luchar. Estaba asustada, embarazada y sola. No sabía qué más hacer. Isabel sacó una carta de un sobre amarillento. Después de que naciste, le escribí, le envié tu fotografía, la misma que tiene en su despacho.

Le supliqué que al menos te conociera, que fuera parte de tu vida de alguna manera. ¿Y qué respondió? Nunca recibí respuesta. Le escribí varias veces más durante los primeros años, cartas que jamás fueron contestadas. Con el tiempo dejé de intentarlo. Decidí que era mejor decirte que tu padre había muerto. Sofía se dejó caer en una silla, abrumada por las revelaciones. Toda su vida había sido una mentira. Su padre no solo estaba vivo, sino que ahora era su jefe, un hombre que las había abandonado por dinero y poder.

“No puedo creerlo”, murmuró. “Todo este tiempo y ahora trabajo para él. ¿Sabes lo que significa? Mi padre me vio hoy y ni siquiera me reconoció. Han pasado 26 años. Mi hijita, eras una bebé la última vez que te vio”, dijo Isabel suavemente. Addemás lleva un apellido diferente. No hay forma de que supiera quién eres, pero tiene mi foto, insistió Sofía. La conservó todos estos años. Una chispa de esperanza encendió los ojos de Isabel. De verdad, después de tanto tiempo, Sofía asintió recordando la expresión del licenciado Arteaga cuando ella señaló la fotografía.

Aquella mirada de dolor. Ahora todo tenía sentido. ¿Qué debo hacer ahora, mamá?, preguntó sintiéndose repentinamente como una niña perdida. Isabel le tomó las manos. Eso depende de ti, mi amor. Puedes renunciar mañana mismo y olvidar todo esto o o qué. O puedes quedarte y descubrir quién es realmente Fernando Arteaga. Sofía se levantó y caminó por la pequeña habitación pensando. El resentimiento y la curiosidad se mezclaban en su interior. “Voy a quedarme”, decidió finalmente. “Necesitamos el dinero para tus medicinas y quiero saber más de él.

Quiero entender por qué conservó esa foto todos estos años. Si fue capaz de abandonarnos. Sofía, no busques venganza”, advirtió Isabel. Conociendo demasiado bien la naturaleza apasionada de su hija. El rencor envenena a quien lo lleva dentro. No es venganza, mamá, es justicia. Merezco saber la verdad completa. Esa noche Sofía no pudo dormir. Las revelaciones daban vueltas en su cabeza como un torbellino. ¿Qué clase de hombre era realmente Fernando Arteaga? ¿Por qué había conservado su fotografía si las había abandonado con tanta facilidad?

sabría Verónica que ella estaba trabajando ahora en la firma. Mientras tanto, a kilómetros de distancia, en una lujosa mansión de las lomas, Verónica Arteaga miraba pensativa por la ventana de su habitación. El chóer acababa de llevar a Fernando a casa después de un día largo en la oficina y algo en la conversación casual con el hombre había despertado su curiosidad. La nueva secretaria del licenciado es muy guapa”, había comentado el chóer. “Dicen que el licenciado se quedó como piedra cuando la vio.

Verónica dio un sorbo a su copa de vino después de 30 años de matrimonio. Conocía cada gesto, cada expresión de Fernando y sabía perfectamente cuando algo lo perturbaba. Sofía Méndez, murmuró el nombre que había escuchado. Me pregunto quién eres realmente. Con paso decidido, se dirigió al despacho privado de su marido. Tenía un presentimiento y sus presentimientos rara vez se equivocaban. Mañana haría una visita sorpresa a la oficina. Quería conocer personalmente a esa tal Sofía Méndez al otro lado de la ciudad, en su modesta casa.

Sofía finalmente tomaba una decisión mientras veía amanecer. No confrontaría a Fernando directamente. Primero lo observaría, aprendería sobre él, descubriría qué clase de hombre era realmente su padre y después, solo después, decidiría qué hacer con la verdad. La mañana siguiente, Sofía llegó a la oficina media hora antes. Necesitaba tiempo para prepararse mentalmente. Cada paso por aquel edificio de cristal tenía ahora un significado diferente. No era solo una empleada más. Era la hija secreta del hombre más poderoso de la firma.

Carmen la recibió con una sonrisa cansada y una taza de café. “Llegas temprano, muchacha. Buen comienzo”, comentó mientras le entregaba un folder. “El licenciado quiere que organices estos expedientes. Son casos importantes, así que ten cuidado.” Sofía tomó los documentos con manos firmes, aunque por dentro temblaba. “El licenciado ya llegó. Siempre es el primero, respondió Carmen. Nunca se casa, nunca tiene hijos, solo vive para este despacho y para complacer a esa mujer, su esposa, preguntó Sofía intentando sonar casual.

Carmen hizo un gesto de desdén. Doña Verónica, un témpano con joyas. 30 años de matrimonio y nunca los he visto darse un beso de verdad, bajo la voz. Pero no andes repitiendo eso si quieres durar aquí. Sofía asintió. Guardando esa información como un tesoro, comenzó a trabajar en los expedientes, sorprendiéndose de su propia eficiencia. Quizás era la adrenalina o quizás quería demostrar algo a él, a sí misma. A las 10 de la mañana, Fernando la llamó a su despacho.

Sofía entró con la espalda recta y el corazón desbocado. Buenos días, licenciado. Fernando levantó la vista de sus documentos. Algo en él parecía diferente hoy. Había dormido mal. Sus ojos estaban ligeramente enrojecidos. Siéntese, señorita Méndez. Carmen me dice que ha organizado los expedientes Montero en tiempo récord. Me gusta ser eficiente, respondió ella observándolo con nuevos ojos. Ahora podía ver el parecido. Sus mismos ojos grises, la forma de su nariz, ¿cómo no lo había notado antes? Hay un caso importante que requiere atención inmediata”, continuó Fernando sacando un expediente grueso.

“Necesito que lo revises y organices la información por fechas. Es crucial para una audiencia la próxima semana.” Por supuesto, sus dedos se rozaron cuando él le entregó el expediente, un contacto breve, insignificante para cualquier otra persona, pero que envió una corriente eléctrica por la columna de Sofía. Este hombre era su padre. Su sangre corría por sus venas. y él ni siquiera lo sabía. “¿Sucede algo, señorita Méndez?”, preguntó Fernando notando su turbación. Sofía se recompuso rápidamente. “No, licenciado.

Me pondré a trabajar de inmediato.” Cuando regresó a su escritorio, Carmen la miró con curiosidad. Todo bien. ¿Estás pálida? Sí, solo. Sofía buscó una excusa. Es un caso importante y no quiero equivocarme. La mañana transcurrió sin incidentes mientras Sofía se sumergía en el trabajo. Agradecida por la distracción, a la hora del almuerzo, cuando estaba a punto de salir a comprar algo, una voz masculina la detuvo. Sofía Méndez. Soy Joaquín Vega, socio Junior. Ante ella estaba un hombre joven, apenas 30 años, de rostro atractivo y sonrisa confiada.

Vestía un traje impecable y llevaba el cabello perfectamente peinado. Mucho gusto respondió ella con educación profesional. Veo que estás trabajando en el caso Rivera, señaló el expediente sobre su escritorio. Es complicado. ¿Te gustaría discutirlo durante el almuerzo? Conozco un lugar aquí cerca. Sofía dudó, no había venido a socializar, pero quizás Joaquín podría darle información valiosa sobre Fernando. De acuerdo, gracias por la invitación. El restaurante era elegante, pero discreto, frecuentado por ejecutivos y abogados. Joaquín pidió vino que Sofía apenas probó.

“Eres una caja de sorpresas”, comentó él mientras comían. Fernando nunca contrata a nadie sin experiencia previa, pero pareces haberlo impresionado. El licenciado Arteaga es tan exigente como dicen, preguntó ella, intentando mantener un tono casual. Joaquín sonríó con cierta amargura. Es una leyenda legal, pero un hombre solitario. Todos lo respetan, pocos lo conocen realmente. Hizo una pausa, excepto quizás doña Verónica, ella es influyente. Su esposa participa en el bufete, no oficialmente, pero su familia aportó el capital inicial y ella nunca deja que nadie lo olvide.

Joaquín la miró con intensidad. Te daré un consejo. Mantente en su lado bueno. Ha destruido carreras con una simple llamada telefónica. El almuerzo continuó entre conversaciones profesionales. Joaquín era encantador y parecía genuinamente interesado en ella. Pero Sofía mantenía sus barreras altas. No podía confiar en nadie. No todavía. Cuando regresaron a la oficina, una conmoción los recibió. Una mujer elegante de unos 50 años avanzaba por el pasillo como si fuera la dueña del lugar. Los empleados se apartaban a su paso bajando la mirada con respeto temeroso.

“Doña Verónica”, murmuró Joaquín tensándose visiblemente. “¡Qué sorpresa! Sofía sintió que el aire abandonaba sus pulmones. Ahí estaba la mujer que había separado a sus padres, que había amenazado a su madre, la causante de 26 años de ausencia. Verónica Arteaga era impresionante, alta, delgada, con un rostro que debió ser hermoso en su juventud y que ahora mantenía una elegancia fría. Su cabello negro estaba perfectamente teñido, sin una cana a la vista, y sus joyas, aunque discretas, valían probablemente más que todo lo que Sofía había poseído en su vida.

Licenciado Vega saludó Verónica con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Qué oportuno encontrarlo. Y esta jovencita es Sofía Méndez, la nueva secretaria del licenciado Arteaga, presentó Joaquín. Los ojos de Verónica, oscuros y penetrantes, examinaron a Sofía con una intensidad perturbadora por un instante terrible. Sofía temió que la reconociera, que viera en ella los rasgos de Fernando o de Isabel. “Interesante”, murmuró Verónica. “Fernando no suele contratar caras nuevas. Es un honor trabajar para su esposo, señora”, respondió Sofía, obligándose a mantener la compostura.

Es un gran abogado. Verónica sonrió levemente, como si Sofía hubiera dicho algo ingenuo. Lo es, ¿verdad? Espero que aprecie la oportunidad que se le ha brindado, señorita Méndez. No todos tienen la suerte de empezar desde tan arriba. Había algo amenazador en su tono, un veneno sutil que hizo que Sofía se estremeciera internamente. La agradezco y pienso aprovecharla al máximo. Estoy segura. Verónica se volvió hacia Joaquín. Licenciado Vega, necesito hablar con mi esposo. ¿Está en su despacho? Sí, señora, lo acompaño.

Cuando se alejaron, Sofía soltó el aliento que había estado conteniendo. Carmen apareció a su lado con expresión preocupada. Veo que ya conociste a la reina de hielo”, comentó en voz baja. “Y parece que te ha notado. Ten cuidado, muchacha.” “¿Por qué debería preocuparme?”, preguntó Sofía, aunque ya sabía la respuesta. Carmen miró alrededor para asegurarse de que nadie escuchaba. Porque doña Verónica no visita el bufete a menos que huela sangre. Y nunca, nunca se fija en las secretarias, a menos que representen una amenaza.

El resto de la tarde transcurrió en una tensión silenciosa. Verónica permaneció en el despacho de Fernando durante casi una hora. Cuando salió, su rostro no revelaba nada, pero sus ojos se detuvieron un momento en Sofía antes de dirigirse al elevador. Al final del día, cuando Sofía estaba por irse, Fernando la llamó nuevamente. ¿Cómo va el expediente, Rivera?, preguntó. Su voz más cansada que por la mañana. Casi terminado, licenciado, respondió ella, notando las nuevas líneas de tensión alrededor de sus ojos.

Lo tendré listo mañana temprano. Fernando asintió y por un momento pareció que quería decir algo más. Sus ojos se desviaron brevemente hacia el marco de plata en su escritorio. Luego volvieron a ella. Mi esposa comentó que la conoció hoy dijo finalmente. Así es. Fue muy amable. Una sonrisa amarga apareció en los labios de Fernando. Amable no es la palabra que la mayoría usaría para describir a Verónica. hizo una pausa. Señorita Méndez, mi esposa tiene mucha influencia aquí.

Si en algún momento se siente incómoda, hágamelo saber. La oferta la sorprendió. Estaba Fernando intentando protegerla. Gracias, licenciado. Lo tendré en cuenta esa noche, mientras Sofía le contaba a su madre los acontecimientos del día, el teléfono de su pequeña casa sonó. Isabel respondió y su rostro se transformó en una máscara de preocupación. ¿Cuándo?, preguntó con voz temblorosa. Entiendo. Estaré allí mañana. Al colgar. Miró a Sofía con ojos llenos de miedo. Era el doctor López. Los resultados de mis análisis no son buenos.

Necesito más exámenes y posiblemente comenzar un nuevo tratamiento. Uno que no cubre el seguro popular. Sofía sintió que el suelo se movía bajo sus pies. El nuevo trabajo ya no era solo una misión personal, ahora era una necesidad desesperada. No te preocupes, mamá, dijo abrazándola. Ahora tengo un buen empleo. Encontraremos la manera. Mientras tanto, en la mansión Arteaga, Verónica observaba a Fernando dormir. Su mente trabajaba incansablemente, recordando el rostro de Sofía Méndez, buscando lo que la había perturbado tanto al verla.

Había algo familiar en ella, algo que despertaba un viejo recelo. Tomó su teléfono y marcó un número. “Necesito que investigues a alguien”, dijo en voz baja una tal Sofía Méndez. Quiero saber todo sobre ella, absolutamente todo. Las semanas siguientes transcurrieron en un extraño equilibrio. Sofía se adaptó rápidamente a su trabajo, demostrando una eficiencia que sorprendía incluso a Carmen. Fernando comenzó a asignarle tareas más importantes, confiando gradualmente en su capacidad. Tienes un don natural para esto? Le comentó una tarde mientras revisaban un contrato.

¿Has considerado estudiar derecho? Lo pensé”, respondió Sofía con cautela, pero las circunstancias no lo permitieron. Mi madre enfermó cuando estaba terminando la preparatoria. Algo cambió en la expresión de Fernando. Un destello de culpa, compasión. Es admirable cómo cuidas de ella”, dijo en voz baja. Estos pequeños momentos de conexión se volvieron más frecuentes. A veces Sofía sorprendía a Fernando observándola con una mezcla de curiosidad y algo más profundo, inidentificable. Otras veces era ella quien lo estudiaba a escondidas, buscando en él los gestos que pudiera haber heredado.

Pero esta aparente calma escondía una tormenta que comenzaba a gestarse. La primera señal llegó un lunes por la mañana cuando Sofía no encontró el expediente Valenzuela que había dejado perfectamente organizado el viernes anterior. “Lo dejé aquí mismo”, exclamó revisando frenéticamente los cajones. “Tiene que estar. ” Carmen se acercó preocupada. ¿Qué pasa, muchacha? El expediente Valenzuela desapareció. El licenciado lo necesita para la audiencia de hoy. La expresión de Carmen se tornó sombría. Revisa en el archivo muerto al final del pasillo.

Efectivamente, allí estaba el expediente mezclado entre documentos antiguos donde nadie lo buscaría. Sofía lo rescató apenas minutos antes de que Fernando lo solicitara. Qué extraño”, murmuró mientras lo entregaba a tiempo. “Yo nunca lo habría puesto allí. No fue un incidente aislado. Al día siguiente, alguien canceló una reunión importante sin notificar a Fernando y la culpa recayó sobre Sofía. Después, un documento crucial apareció con errores de transcripción que ella estaba segura de no haber cometido. Algo está pasando le confió a Carmen durante el almuerzo.

Alguien quiere que parezca incompetente. Carmen miró a su alrededor antes de responder en voz baja. Doña Verónica ha estado visitando el despacho más seguido desde que llegaste y siempre pregunta por ti. ¿Por qué le importaría yo? Soy solo una secretaria. Carmen levantó una ceja. Solo una secretaria que en menos de un mes se ha ganado la confianza del licenciado Arteaga. Pocas personas logran eso, muchacha, y a doña Verónica no le gusta compartir lo que considera suyo. Esa misma tarde, mientras organizaba el archivero, Sofía sintió una presencia detrás de ella.

Se giró para encontrar a Fernando, observándola con expresión indescifrable. “Licenciado, no lo escuché entrar. Señorita Méndez, ¿ha notado algo inusual últimamente? La pregunta la tomó por sorpresa. Debía mencionarle los sabotajes. No entiendo a qué se refiere. Fernando se acercó bajando la voz, los documentos extraviados, las reuniones canceladas, los errores misteriosos. Sofía sintió alivio. Él lo había notado. Pensé que creería que era mi culpa. Llevo 30 años dirigiendo este bufete. Reconozco un sabotaje cuando lo veo. Hizo una pausa.

Y conozco a mi esposa. Un silencio cargado siguió a esas palabras. ¿Por qué me dice esto?, preguntó Sofía finalmente. Porque quiero que sepa que estoy al tanto respondió él, y que no la considero responsable. Sus ojos se encontraron durante un momento intenso. Había algo en la mirada de Fernando, una mezcla de protección y remordimiento que hizo que el corazón de Sofía se acelerara. Gracias por su confianza. Fernando asintió levemente antes de retirarse, dejando a Sofía con una confusa mezcla de emociones.

Era posible que este hombre, que las había abandonado, tuviera algo de decencia después de todo. Esa noche, al llegar a casa, encontró a su madre más pálida que de costumbre. ¿Qué pasa, mamá? ¿Te sientes mal? Isabel negó con la cabeza. Fui al hospital hoy. El doctor López dice que necesito comenzar el tratamiento cuanto antes. ¿Cuánto costará?, preguntó Sofía sentándose junto a ella. Más de lo que podemos pagar ahora. Isabel tomó las manos de su hija. Sofía, he estado pensando.

Quizás deberías hablar con Fernando, contarle quién eres. Sofía se tensó. ¿Para qué? ¿Para pedirle dinero? No, mamá, no le daré esa satisfacción. No se trata de satisfacciones, mi hijita, se trata de mi salud. Isabel suspiró. Además, hay algo que nunca te conté sobre las cartas. ¿Qué cartas? Las que le envié a Fernando después de que naciste. Isabel se levantó con dificultad y buscó en su caja de recuerdos. Mira el remitente y la dirección. Sofía examinó los sobres amarillentos.

Todos habían sido enviados a la oficina personal de Fernando, no a su casa. ¿Y eso qué significa? Significa que nunca supe si realmente las recibió, explicó Isabel. Siempre existió la posibilidad de que Verónica las interceptara, pero él aceptó el dinero para deshacerse de nosotras, argumentó Sofía, aunque una semilla de duda comenzaba a crecer en su mente. Él me dio el dinero para comenzar una nueva vida, sí, pero nunca dijo explícitamente que no quería saber más de nosotras.

Isabel tosió débilmente. La verdad, Sofía, es que nunca le dije que estaba embarazada. No tuve el valor. Me fui antes de decírselo. Esta revelación cayó como un rayo sobre Sofía. ¿Qué estás diciendo? Fernando nunca supo que yo existía. No lo sé con certeza, admitió Isabel. Le escribí después. Le envié tu foto, pero nunca respondió. Y ahora me pregunto si alguna vez recibió esas cartas, pero tiene mi fotografía en su escritorio”, señaló Sofía confundida. “La misma que le enviaste.

Lo sé y eso es lo que no puedo explicar.” Isabel se recostó agotada. “Por eso creo que deberías hablar con él. Hay partes de esta historia que ni yo comprendo.” Esa noche Sofía no pudo dormir. Las palabras de su madre habían sembrado dudas donde antes solo había certezas. Era posible que Fernando nunca hubiera sabido de su existencia hasta que ella le envió aquella foto. Y si Verónica había interceptado todas las cartas, a la mañana siguiente llegó al despacho decidida a observar más cuidadosamente, a buscar respuestas en lugar de solo alimentar su resentimiento.

La oportunidad llegó más pronto de lo esperado. A media mañana, la recepcionista le informó que un paquete importante para el licenciado Arteaga había llegado y debía entregárselo personalmente. Cuando entró al despacho, Fernando estaba de pie junto a la ventana, contemplando la ciudad, parecía perdido en sus pensamientos. Su paquete licenciado anunció Sofía colocándolo sobre el escritorio. Fernando se giró y por un instante Sofía vio vulnerabilidad en sus ojos. Luego, como si hubiera bajado una persiana, su expresión volvió a ser profesional.

Gracias, señorita Méndez. Sofía estaba por retirarse cuando reunió el valor. Licenciado, ¿puedo hacerle una pregunta personal? Fernando pareció sorprendido, pero asintió. La fotografía en su escritorio. Sofía señaló el marco de plata. ¿Quién es? Un silencio pesado llenó la habitación. Fernando miró la fotografía con una expresión que Sofía nunca había visto en él. Puro dolor sin filtrar. Alguien que perdí hace mucho tiempo respondió finalmente con voz apenas audible. Alguien a quien nunca llegué a conocer antes de que Sofía pudiera procesar esas palabras.

La puerta se abrió bruscamente. Verónica entró como una tormenta elegante pero letal. Sus ojos se estrecharon al ver a Sofía tan cerca de Fernando. “¿Interrumpo algo?”, preguntó con falsa dulzura. “La señorita Méndez me entregaba un documento”, respondió Fernando. Su máscara profesional nuevamente en su lugar. Verónica clavó su mirada en Sofía. “¡Qué eficiente! Aunque parece que últimamente hay muchos errores en tu trabajo, ¿no es así, querida? Hago mi mejor esfuerzo, señora”, respondió Sofía con calma forzada. Por supuesto.

Verónica sonrió fríamente. Fernando, necesitamos hablar en privado. Sofía reconoció la orden de salida mientras se dirigía a la puerta. Escuchó a Verónica decir, “¿No crees que deberías reconsiderar su contratación? Quizás cometiste un error. A través de la puerta entreabierta alcanzó a oír la respuesta de Fernando. No, Verónica, el único error que cometí fue hace 26 años y no pienso repetirlo. Las palabras de Fernando resonaban en la mente de Sofía. El único error que cometí fue hace 26 años, exactamente su edad.

¿A qué se refería? ¿Al romance con su madre o a haberlas dejado ir durante los días siguientes? Los sabotajes continuaron cada vez más evidentes. Un informe crucial desapareció justo antes de una reunión con un cliente importante. El calendario de Fernando fue alterado. Haciéndolo llegar tarde a una audiencia. Correos electrónicos que Sofía nunca escribió fueron enviados desde su cuenta. “Alguien quiere destruirte, muchacha”, le dijo Carmen una tarde mientras revisaban juntas la correspondencia. y me temo que está funcionando.

Era cierto. A pesar del respaldo inicial de Fernando, Sofía notó que comenzaba a dudar. Las miradas de confianza se volvieron escrutadoras. Las conversaciones, más breves y formales. Una mañana después de otro error inexplicable, Fernando la llamó a su despacho. Su expresión era grave. Señorita Méndez, estos incidentes se están volviendo demasiado frecuentes. Comenzó evitando su mirada. Quizás debería está considerando despedirme, interrumpió Sofía sintiendo una punzada de pánico. Necesitaba ese trabajo, no solo para descubrir la verdad, sino para pagar el tratamiento de su madre.

Fernando suspiró pasándose una mano por el cabello canoso. Por un momento pareció más viejo, más vulnerable. No quiero hacerlo. Hay algo en usted. Se detuvo como si hubiera dicho demasiado. Pero estos errores están afectando el prestigio de la firma. No son mis errores, afirmó Sofía con firmeza. Alguien está saboteando mi trabajo y ambos sabemos quién. Fernando la miró directamente entonces, sorprendido por su audacia. Tenga cuidado con lo que insinúa. Señorita Méndez. Verónica es su esposa. Lo sé.

completó Sofía. Pero también es la persona que más se beneficiaría si yo desaparezco de este despacho. Un silencio tenso se instaló entre ellos. Fernando parecía estar librando una batalla interna. “Le daré una semana más”, dijo finalmente. “Si estos incidentes continúan, tendremos que reconsiderar su posición aquí.” Sofía asintió conteniendo la frustración. Al salir se encontró cara a cara con Joaquín Vega. Su expresión sugería que había escuchado parte de la conversación. Problemas en el paraíso. Preguntó con una media sonrisa.

Sofía lo miró con cautela. Aunque Joaquín había sido amable, incluso coqueto durante las últimas semanas, algo en él no terminaba de convencerla, nada que no pueda manejar. Joaquín se acercó bajando la voz. ¿Sabes? Podría ayudarte. Conozco bien este bufete y a sus jugadores principales. ¿Por qué lo harías? Su sonrisa se ensanchó. Digamos que me caes bien. Además, no me gusta ver cómo se desperdicia el talento. Hizo una pausa. ¿Qué tal si lo discutimos durante la cena esta noche?

Sofía dudó. Era Joaquín sincero o formaba parte del juego de Verónica. Gracias, pero tengo que visitar a mi madre en el hospital. No era del todo mentira. Isabel había comenzado su nuevo tratamiento y Sofía pasaba las tardes con ella cuando podía. La expresión de Joaquín se suavizó. Lo siento, no sabía que tu madre estaba enferma. Cáncer, respondió Sofía brevemente. Es un tratamiento costoso. La pregunta parecía inocente, pero algo en su tono alertó a Sofía. Sobreviviremos, respondió evasivamente.

Joaquín asintió pensativo. Si necesitas cualquier cosa, Sofía. Cuenta conmigo. Al final del día, mientras Sofía recogía sus cosas, Carmen se acercó sigilosamente a su escritorio. “No confíes en el licenciado Vega”, susurró. “Lo vi hablando con doña Verónica ayer muy íntimamente. ¿Crees que trabaja para ella?” Carmen se encogió de hombros. En este bufete todos trabajan para alguien. Yo llevo 30 años con el licenciado Fernando. Lo conozco mejor que su propia esposa. Hizo una pausa y nunca lo había visto tan perturbado como desde que llegaste tú.

Perturbado. Te observa cuando cree que nadie lo nota. A veces, cuando pronuncia tu nombre, parece como si estuviera diciendo algo sagrado. Carmen se inclinó más cerca. Y he visto como mira esa fotografía en su escritorio. Luego a ti. Luego otra vez la fotografía. Como si intentara resolver un acertijo, el corazón de Sofía dio un vuelco. Era posible que Fernando comenzara a sospechar quién era ella. Carmen, ¿qué sabes de esa fotografía? La secretaria veterana miró alrededor, asegurándose de que estaban solas.

Lleva ahí desde que tengo memoria. Nunca habla de ella, pero la cuida como un tesoro. Una vez durante una renovación del despacho, fue lo primero que salvó cuando empezaron a mover los muebles. Nunca te dijo quién es la niña. Carmen negó con la cabeza. Solo sé que apareció después de que Isabel Méndez dejó de trabajar para ellos. Sus ojos se agrandaron de repente. Espera, tu apellido también es Méndez. ¿Acaso? Sofía se tensó. Había sido descuidada. Es un apellido común”, respondió, pero sabía que su expresión la había traicionado.

Carmen la miró con una mezcla de asombro y preocupación. Dios mío, eres su hija, ¿verdad? La hija de Isabel y Fernando. No tenía sentido negarlo. Además, Sofía intuía que Carmen podría ser una aliada valiosa. “Sí”, confesó en un susurro. “Pero él no lo sabe, o al menos no estoy segura.” Carmen se llevó una mano al pecho. Virgen santísima, ahora todo tiene sentido. Por eso Verónica está tan empeñada en destruirte. Debes sospechar algo. ¿Crees que Fernando lo sospeche también?

No lo sé, mi hijita, pero si quieres mi consejo, ten cuidado. Verónica destruyó a tu madre una vez. No dudaría en hacerlo de nuevo. Esa noche en el hospital. Sofía le contó a Isabel lo ocurrido. Carmen lo sabe, concluyó. y creo que puede ayudarnos. Isabel, más delgada y pálida tras las primeras sesiones de tratamiento, tomó la mano de su hija. Y Fernando, ¿has considerado decirle la verdad? Todavía no. No estoy lista. Sofía hizo una pausa, pero hoy dijo algo extraño.

Mencionó que su único error fue hace 26 años. Los ojos de Isabel se iluminaron. ¿Lo ves? Quizás se arrepiente de habernos dejado ir o se arrepiente de haberse involucrado contigo en primer lugar, rebatió Sofía, aunque sin convicción. Cada día que pasaba, su imagen de Fernando se volvía más compleja, menos fácil de odiar. El médico entró entonces interrumpiendo su conversación. El Dere López, un hombre de aspecto cansado pero amable, revisó los últimos resultados de Isabel. El tratamiento está funcionando, pero avanzamos lentamente”, explicó.

Idealmente deberíamos aumentar la frecuencia de las sesiones. “¿Cuánto costaría eso?”, preguntó Sofía haciendo cálculos mentales. El doctor mencionó una cifra que hizo que su corazón se hundiera. Era imposible con su salario actual. “Lo pensaremos, doctor.” Gracias. Cuando el médico se fue, Isabel apretó la mano de Sofía. No te preocupes, mij hijita, sobreviviremos como siempre lo hemos hecho. Pero mientras Sofía regresaba a casa en el transporte público, la preocupación la carcomía, el tratamiento intensivo podría salvar a su madre.

¿Pero cómo pagarlo? La respuesta llegó al día siguiente en forma de una propuesta inesperada. Joaquín la invitó a tomar café durante el descanso. “He estado pensando en tu situación”, dijo sin preámbulos. “Y creo que puedo ayudarte.” ¿A qué te refieres? Joaquín miró alrededor antes de continuar. Hay un puesto vacante en el departamento legal de Grupo Montero. El salario es el doble de lo que ganas aquí. Grupo Montero, la empresa de la familia de Verónica. ¿Y por qué me lo dices a mí?

Porque creo que serías perfecta para el puesto. Joaquín sonró. Y porque sé que necesitas el dinero para el tratamiento de tu madre. Sofía se tensó. ¿Cómo sabía eso? ¿Has estado investigándome? La sonrisa de Joaquín no vaciló. Digamos que me intereso por ti. ¿Qué dices? Es una gran oportunidad. Sofía lo miró fijamente comprendiendo el juego. Verónica quería sacarla del bufete, alejarla de Fernando y había encontrado la manera perfecta, tentarla con el dinero que tan desesperadamente necesitaba. Lo pensaré, respondió finalmente cuando regresó a su escritorio.

Encontró a Carmen esperándola con expresión grave. Doña Verónica ha contratado a un investigador privado”, susurró. “Lo escuché mientras hablaba por teléfono. Está buscando conexiones entre tú e Isabel.” Sofía sintió que el suelo se movía bajo sus pies. El cerco se estrechaba. Pronto. Verónica tendría pruebas de su identidad. “Necesito hablar con Fernando antes de que ella lo haga.” Decidió. Carmen negó con la cabeza. No, todavía. Necesitamos pruebas de que Verónica interceptó las cartas de tu madre. Solo así Fernando comprenderá toda la verdad.

¿Y dónde encontramos esas pruebas? Una chispa de astucia brilló en los ojos de la veterana secretaria. Verónica guarda todo y yo conozco esta oficina mejor que nadie. Sonrió enigmáticamente. Déjame ver qué puedo encontrar. Mientras tanto, en un elegante restaurante del centro, Verónica almorzaba con el investigador privado que había contratado. ¿Y bien? Preguntó impaciente. El hombre le entregó un sobre. Isabel Méndez, 51 años, trabajó en su casa hace 26 años. Tiene una hija, Sofía, de 26 años. hizo una pausa significativa.

Nacida 9 meses después de dejar su empleo, los ojos de Verónica brillaron con una mezcla de triunfo y furia. Algo más. Isabel está enferma. Cáncer terminal sin el tratamiento adecuado. El investigador sonrió. Un tratamiento que no pueden pagar con el sueldo actual de Sofía. Verónica tomó un sorbo de su vino, una sonrisa fría formándose en sus labios. Perfecto, absolutamente perfecto. La mañana siguiente amaneció con un cielo plomizo sobre Ciudad de México. Sofía lo interpretó como un presagio mientras entraba al imponente edificio de Arteaga en Asociados en el elevador.

Repasó mentalmente su estrategia. Carmen había prometido buscar pruebas de la intervención de Verónica, pero el tiempo se agotaba. El investigador privado seguramente ya habría entregado su informe. Al llegar a su piso, Sofía notó inmediatamente que algo andaba mal. Un silencio tenso flotaba en el aire y las miradas furtivas de sus compañeros la seguían mientras caminaba hacia su escritorio. Carmen no estaba en su lugar habitual. ¿Dónde está Carmen? Le preguntó a la recepcionista. La mujer evitó su mirada.

pidió el día libre, una emergencia familiar, según dijo. Sofía sintió una punzada de inquietud. Carmen nunca faltaba. Y justo ahora en su escritorio encontró una nota escrita apresuradamente. Cuidado, ella lo sabe todo. Busca en el segundo cajón de mi escritorio C. Con el corazón acelerado, Sofía se dirigió al escritorio de Carmen y abrió discretamente el cajón indicado. Dentro había un sobre Manila. lo tomó rápidamente y lo guardó en su bolso. Apenas había regresado a su lugar cuando Joaquín apareció a su lado con expresión preocupada.

“Doña Verónica está en el despacho de Fernando”, susurró. “Y parece una corrida de toros ahí dentro.” Como confirmando sus palabras, la voz de Verónica se elevó lo suficiente para ser escuchada a través de las gruesas paredes. Na una mentirosa y una oportunista, igual que su madre. Sofía se quedó paralizada. Había llegado el momento. Verónica lo sabía. ¿De qué están hablando? Preguntó Joaquín fingiendo confusión. Sofía lo miró fijamente, evaluando su expresión. ¿Cuánto sabía él? Era parte del plan de Verónica.

Creo que lo sabes perfectamente, respondió fríamente. ¿Desde cuándo trabajas para ella? La sorpresa en el rostro de Joaquín pareció genuina, pero Sofía ya no confiaba en sus instintos. No sé de qué hablas. se defendió. “Solo intento ayudarte.” Antes de que Sofía pudiera responder, la puerta del despacho de Fernando se abrió violentamente. Verónica salió como una tormenta. Su elegancia habitual manchada por la furia. Sus ojos encontraron a Sofía y se entrecerraron con desprecio. “Tú, Siseo, debí reconocerte desde el primer momento.

Tienes sus ojos.” Todo el bufete se había detenido. Observando la escena con horror fascinado. Sofía se levantó lentamente, negándose a ser intimidada. Señora Arteaga saludó con una calma que no sentía. No te atrevas a dirigirme la palabra, espetó Verónica. Sé exactamente quién eres y por qué estás aquí. El mismo juego que jugó tu madre. ¿Cuánto dinero quieres para desaparecer esta vez? Sofía sintió que la sangre le hervía. Mi madre no jugó ningún juego y yo no estoy aquí por dinero.

Mentirosa. Verónica se acercó amenazadoramente. Tu madre intentó extorsionar a Fernando hace 26 años y ahora tú repites el mismo truco. Mi madre nunca. Basta, Verónica. La voz de Fernando resonó por toda la oficina. Estaba de pie en la puerta de su despacho con el rostro pálido pero decidido. Esto es entre la señorita Méndez y yo. Dijo con autoridad. Te agradecería que no interfieras. Verónica lo miró como si la hubiera abofeteado. Que no interfiera. Esto me concierne tanto como a ti.

¿O has olvidado lo que pasó la última vez que una Méndez entró en nuestras vidas? Fernando avanzó hasta situarse entre Verónica y Sofía. No he olvidado nada, respondió con voz gélida. Cada día de los últimos 26 años lo he recordado perfectamente. Luego se volvió hacia Sofía. Señorita Méndez, por favor. Entre a mi despacho. Tenemos que hablar. Sofía asintió pasando junto a Verónica con la cabeza alta. Sentía las miradas de todos los empleados clavadas en su espalda. “Esto no ha terminado”, gritó Verónica mientras la puerta se cerraba tras ellos dentro del despacho.

Fernando se movió como un autómata hasta su silla. Parecía haber envejecido 10 años en una hora. Sus manos temblaban ligeramente mientras señalaba el asiento frente a él. Por favor, siéntese. Sofía obedeció sintiendo una extraña mezcla de miedo y alivio. Por fin había llegado el momento de la verdad. Fernando miró largamente la fotografía en su escritorio antes de hablar. Verónica ha contratado un investigador. Comenzó. Dice que usted es, que usted podría ser. parecía incapaz de terminar la frase.

Sofía decidió ayudarlo. Su hija completó con voz firme. Sí, lo soy. El impacto de esas dos pequeñas palabras transformó el rostro de Fernando. Una mezcla de emociones cruzó por sus ojos. Shock, incredulidad, esperanza, miedo. ¿Cómo? Balbuceó Isabel. Nunca me dijo que estaba embarazada. Se fue antes de poder decírselo, explicó Sofía. Y después, cuando intentó contactarlo, sus cartas nunca fueron respondidas. Fernando frunció el ceño confundido. ¿Qué cartas? Nunca recibí ninguna carta de Isabel después de que se fue.

Mi madre le escribió docenas de veces, insistió Sofía. Le envió fotografías mías, incluyendo esa. Señaló el marco de plata. ¿Cómo la obtuvo si no recibió sus cartas? Fernando tomó el marco entre sus manos, acariciando el borde con dedos temblorosos. Esta fotografía llegó a mi oficina en un sobre sin remitente hace casi 26 años. No había carta, solo la foto. Sus ojos se humedecieron. Nunca supe quién la envió, pero siempre sentí que era importante, que era una parte de mí.

Sofía sintió que su convicción comenzaba a tambalearse. Era posible que Fernando realmente no supiera de su existencia. está diciendo que nunca supo que mi madre estaba embarazada, que nunca recibió sus cartas. “Lo juro por mi vida”, respondió él con vehemencia. “Si hubiera sabido que Isabel esperaba un hijo mío, su voz se quebró. Nada habría sido igual.” Sofía recordó entonces el sobre que Carmen le había dejado. Lo sacó de su bolso con manos temblorosas. Carmen me dejó esto hoy.

Dentro del sobre había varios documentos. El primero era un recibo de un servicio de mensajería fechado 25 años atrás. El remitente Isabel Méndez, el destinatario Fernando Arteaga, firmado por Verónica Arteaga. Ella interceptó las cartas, murmuró Sofía. Todas ellas. Fernando tomó el recibo incrédulo. Luego revisó los demás documentos, copias de cheques firmados por Verónica a nombre de un tal Guillermo Soto, con fechas que abarcaban varios años y una nota manuscrita de Verónica que mencionaba mantener vigilada a IM y a la niña.

Dios mío! Susurró Fernando, pálido como un fantasma. Ella lo sabía todo este tiempo. Ella sabía que tenía una hija. El silencio que siguió fue denso, cargado de 26 años de ausencia y mentiras. ¿Por qué me contrató? Preguntó finalmente Sofía. Si no sabía quién era yo. Tu currículum era impresionante para alguien tan joven? Respondió Fernando, aún aturdido. Y cuando te vi hizo una pausa. Había algo en ti que me resultaba familiar. No sabía qué era, pero sentí una conexión inmediata.

La sangre llama, murmuró Sofía recordando las palabras de su madre. Fernando la miró entonces. Realmente la miró como si la viera por primera vez. Eres idéntica a Isabel cuando era joven dijo con voz quebrada. Pero tienes mis ojos. ¿Cómo no lo vi antes? Quizás no estaba listo para verlo”, respondió Sofía, sintiendo que su resentimiento se disolvía lentamente ante la genuina conmoción de Fernando. De repente, Fernando se levantó y rodeó el escritorio. Sofía se puso de pie instintivamente durante un momento incómodo.

Se miraron separados por 26 años de ausencia. Sofía pronunció su nombre como si fuera una palabra sagrada. mi hija. Y entonces, para sorpresa de ambos, Fernando la abrazó. Fue un abrazo torpe, inseguro, pero lleno de emoción contenida. Sofía se mantuvo rígida al principio, pero poco a poco el calor de aquel primer abrazo paterno comenzó a derretir el hielo que había construido alrededor de su corazón. El momento fue interrumpido bruscamente cuando la puerta se abrió de golpe. Verónica entró seguida de Joaquín.

Su expresión cambió de la furia a la incredulidad al verlos abrazados. “¿Qué demonios está pasando aquí?”, exigió. Fernando se separó lentamente de Sofía, pero mantuvo una mano protectora sobre su hombro. “Lo que está pasando, Verónica, es que finalmente conozco a mi hija”, declaró con voz firme. “La hija que me ocultaste durante 26 años.” Verónica palideció. “No seas ridículo. Esta mujer es una impostora igual que su madre. Tenemos pruebas”, intervino Sofía señalando los documentos sobre el escritorio. “Interceptaste todas las cartas de mi madre.

Contrataste a alguien para vigilarnos. Lo sabías todo.” Verónica miró los documentos con horror. Eso no prueba nada. intentó defenderse, pero su voz traicionaba su pánico. “Hay una manera muy simple de resolver esto”, dijo Fernando con una calma que contrastaba con la tensión del momento. “Una prueba de ADN.” Sofía asintió. Aunque una parte de ella se sentía herida por la sugerencia, “¿Acaso Fernando dudaba de su palabra?” “Estoy de acuerdo”, dijo mirándolo directamente a los ojos. “Quiero que todos conozcan la verdad, toda la verdad.” Verónica soltó una risa amarga.

Y mientras tanto, la dejarás quedarse aquí envenenándote contra mí. Fernando la miró con una frialdad que Sofía nunca había visto en él. Sofía se queda y tú, Verónica, deberías prepararte porque cuando tenga los resultados de esa prueba, tú y yo vamos a tener una conversación muy larga sobre los últimos 26 años de mentiras. Los días que siguieron transcurrieron en un extraño limbo. La noticia de que Sofía podría ser la hija de Fernando se extendió por el bufete como fuego en pastizal seco.

Las miradas curiosas y los cuchicheos seguían a Sofía por los pasillos, pero ella mantenía la cabeza alta, concentrándose únicamente en su trabajo. Fernando había programado las pruebas de ADN en un laboratorio de confianza. Los resultados tardarían una semana, 7 días interminables de espera y tensión. Mientras tanto, se estableció una frágil tregua. Verónica no volvió a aparecer por el despacho, pero su presencia se sentía como una sombra amenazante. Joaquín mantenía una distancia prudente, observando desde lejos, sin mostrar claramente de qué lado estaba, Carmen regresó al día siguiente, recibida por Sofía con un abrazo agradecido.

“Me fuiste a buscar a mi casa, ¿verdad?”, susurró Carmen. Verónica apareció preguntando por documentos antiguos. Tuve que inventar una emergencia para escaparme. Tus documentos pueden salvarnos, Carmen. Gracias. La veterana secretaria sonrió con picardía. 30 años trabajando aquí, mi hijita. He visto todo lo que esa mujer ha hecho. Ya era hora de que saliera a la luz. La relación entre Sofía y Fernando se volvió complicada. Formalmente seguían siendo jefe y empleada. Pero había momentos, breves instantes, en que se transparentaba algo más profundo, una mirada, una sonrisa vacilante, un gesto abortado a mitad de camino.

“Es extraño, ¿verdad?”, comentó Fernando una tarde mientras revisaban unos contratos. “Tenerte tan cerca después de tanto tiempo. 26 años”, respondió Sofía sin levantar la vista de los documentos. Fernando suspiró. No puedo recuperar ese tiempo, lo sé, pero quisiera conocerte, saber quién eres. Sofía finalmente lo miró. Había anhelado un padre toda su vida, pero ahora que lo tenía frente a ella, no sabía cómo actuar, qué sentir. No sé si estoy lista para eso, confesó con honestidad. Una parte de mí quiere odiarlo por no estar ahí cuando lo necesitábamos.

Otra parte entiende que usted no sabía. Estoy confundida. Es comprensible, asintió Fernando. Tomaremos el tiempo que necesites. Esa misma tarde, Sofía visitó a Isabel en el hospital. Su madre había mejorado ligeramente con el nuevo tratamiento, pero seguía débil. ¿Cómo lo tomó?, preguntó Isabel después de que Sofía le contara sobre la confrontación. Dice que nunca supo de mi existencia, respondió Sofía, que Verónica interceptó todas tus cartas. Isabel cerró los ojos asimilando la información. Siempre me pregunté, siempre tuve esa duda.

¿Le crees? Sofía necesitaba la opinión de su madre, la persona que mejor conocía a Fernando. Isabel reflexionó antes de responder. El Fernando que yo conocí no era un mal hombre, solo uno débil, ambicioso. Sí, pero no cruel. Hizo una pausa. Cuando nos separamos, él estaba construyendo su carrera. Lo era todo para él, lo suficiente para abandonar a su hija. No lo sé, mi hijita. El corazón humano es complicado. Isabel tomó la mano de su hija. Pero hay algo que necesito que entiendas.

Yo también tengo parte de culpa. ¿Tú? ¿Por qué? Porque nunca le dije que estaba embarazada, confesó Isabel. Tuve miedo, miedo de que me rechazara, de que me acusara de intentar atraparlo. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Debí decírselo a la cara, darle la oportunidad de elegir. Pero le escribiste después, meses después, cuando ya era tarde, cuando las posiciones estaban tomadas y los caminos separados. Isabel apretó su mano. No cometas mi error, Sofía. No dejes que el orgullo y el miedo te impidan conocer a tu padre.

Las palabras de su madre resonaron en Sofía durante días. Quizás tenía razón. Quizás debía darle una oportunidad a Fernando, pero cada vez que se decidía acercarse, algo la detenía. 26 años de ausencia no se borraban con buenas intenciones. Al tercer día de espera, Joaquín la interceptó en la cafetería del edificio. “¿Cómo estás llevando todo esto?”, preguntó con aparente preocupación. Sofía lo miró con desconfianza. ¿De verdad te importa o solo buscas información para Verónica? Joaquín pareció genuinamente herido.

No soy el villano de esta historia, Sofía. Es cierto que Verónica me ha favorecido, pero nunca he sido su espía. ¿Y por qué debería creerte? Porque te estoy diciendo la verdad, respondió con simpleza. Addemás, tengo algo que podría interesarte. Joaquín sacó discretamente un sobre de su maletín. Verónica ha estado preparando un contraataque. Planea presentar documentos que prueban que tu madre intentó extorsionar a Fernando hace años. Son falsificaciones, por supuesto, pero convincentes. Sofía tomó el sobre sorprendida. ¿Por qué me das esto?

Porque no es justo. Joaquín bajó la voz. He trabajado con Verónica lo suficiente para saber de lo que es capaz. Y esto, esto va demasiado lejos. ¿Por qué te importa? Una sonrisa triste apareció en los labios de Joaquín. “Digamos que también tengo mis propios secretos familiares.” Hizo una pausa. “Mi madre trabajó como empleada doméstica toda su vida. Si alguien le hubiera hecho a ella lo que Verónica le hizo a tu madre”, dejó la frase inconclusa, pero Sofía entendió.

Quizás había juzgado mal a Joaquín. Gracias”, dijo finalmente, “Lo tendré en cuenta.” Cuando Sofía le mostró los documentos a Fernando esa tarde, su rostro se ensombreció. “Es típico de Verónica,” murmuró. Siempre preparada para la guerra. “¿Le crees?”, preguntó Sofía. Refiriéndose a las acusaciones falsas contra su madre. Fernando la miró directamente. “Conocí a tu madre, Sofía. Era la persona más íntegra que he conocido. Nunca habría intentado extorsionarme. Hizo una pausa. El dinero que le di cuando se fue, ella no lo pidió.

Yo insistí. Quería que tuviera un nuevo comienzo. Un nuevo comienzo que incluía criar sola a una hija. Fernando bajó la mirada. Avergonzado. Si hubiera sabido, comenzó, pero se interrumpió. No, no puedo decir con certeza qué habría hecho. Era joven, ambicioso y cobarde. No puedo prometer que habría sido el padre que merecías. La honestidad brutal de Fernando sorprendió a Sofía. No intentaba justificarse ni pintarse como un héroe hipotético. Al menos es sincero, reconoció. Es lo mínimo que te debo, respondió él.

Sinceridad absoluta de ahora en adelante. El quinto día, mientras Sofía organizaba unos expedientes, Fernando se acercó a su escritorio. “He estado pensando”, dijo inusualmente vacilante. “Me gustaría visitar a Isabel si ella está de acuerdo.” Claro. La petición tomó a Sofía por sorpresa. “¿Por qué ahora?” Porque le debo una disculpa por 26 años de ausencia, aunque no fuera consciente de todas las circunstancias, explicó. Y porque quisiera verla una vez más. Había algo en su voz, una nota de emoción reprimida que conmovió a Sofía.

“Hablaré con ella”, prometió. Isabel recibió la noticia con sorprendente calma. “Sabía que este día llegaría”, dijo alisando nerviosamente las sábanas del hospital. “¿Cómo me veo? Estoy tan delgada. Te ves hermosa, mamá”, respondió Sofía, conmovida por la repentina vanidad de su madre. “¿Estás segura de que quieres verlo?” Isabel asintió. Han pasado 26 años, pero hay conversaciones pendientes, preguntas sin responder. Es hora de cerrar ese capítulo. El encuentro se programó para el día siguiente. Fernando llegó puntual con un ramo de girasoles que hizo que Isabel sonriera con nostalgia.

Recordaste”, murmuró ella. “Nunca olvidé”, respondió él. Sofía decidió darles privacidad esperando en el pasillo mientras el pasado y el presente se reconciliaban en aquella habitación de hospital. Podía ver a través de la ventana cómo hablaban. Primero con tensión, luego con creciente comodidad. En un momento, Isabel lloró y Fernando tomó su mano. Algo se liberó entonces en el pecho de Sofía, como si un nudo que no sabía que tenía comenzara a deshacerse. Cuando Fernando salió, sus ojos también estaban húmedos.

“Tu madre es una mujer extraordinaria”, dijo con voz ronca. “Siempre lo fue. Lo sé. Me ha contado todo lo que han pasado juntas, todo lo que te has sacrificado por ella.” Fernando la miró con una mezcla de orgullo y tristeza. Eres increíble, Sofía. Lamento no haber estado ahí para verlo. Algo en sus palabras, en la sinceridad cruda de su arrepentimiento, alcanzó un lugar profundo en Sofía. Todavía está a tiempo. Se encontró diciendo, “Para conocerme, para que yo lo conozca a usted.” Fernando sonrió.

Una sonrisa genuina que transformó su rostro severo. Me gustaría eso más que nada en el mundo. El sexto día, el laboratorio llamó. Los resultados estaban listos. Un día antes de lo previsto, Fernando y Sofía acordaron recogerlos juntos a la mañana siguiente. Esa noche, mientras Sofía se preparaba para dormir, recibió una llamada de un número desconocido. Señorita Méndez. La voz al otro lado era profesional, anónima. Habla el Dr. Ramírez del laboratorio médico. Tengo entendido que mañana recogerá los resultados de su prueba de ADN.

Así es. confirmó Sofía, confundida por la llamada a esa hora. Pensé que querría saber los resultados con anticipación”, continuó el hombre, especialmente considerando quién más ha solicitado una copia. ¿Qué quiere decir? La señora Arteaga vino esta tarde. Exigió ver los resultados inmediatamente. Hizo una pausa. No se los mostré, por supuesto, pero parecía bastante determinada. Sofía sintió un escalofrío. “¿Cree que intentará algo? No lo sé, pero pensé que debería estar preparada”, respondió el médico. “Por cierto, el resultado es positivo.

99,9% de compatibilidad. Felicidades, supongo.” Cuando la llamada terminó, Sofía permaneció inmóvil en la oscuridad de su habitación. Oficialmente era la hija de Fernando Arteaga y Verónica lo sabía o lo sabría muy pronto. La guerra estaba a punto de comenzar. La mañana amaneció con una llovisna fina sobre Ciudad de México, como si el cielo mismo presintiera la tormenta que estaba por desatarse. Sofía llegó temprano al laboratorio, pero Fernando ya estaba allí esperándola bajo el toldo de la entrada.

Buenos días, saludó él visiblemente nervioso. Dormiste bien apenas, confesó Sofía. Recibí una llamada anoche del laboratorio. Fernando frunció el ceño. ¿Qué querían advertirme? Sofía bajó la voz. Verónica estuvo aquí ayer. Quería los resultados anticipadamente. Los consiguió. No, pero no tardará en intentar algo más. Sofía hizo una pausa. Fernando, ya sé el resultado. Él la miró expectante, conteniendo la respiración. Es positivo. 99,9% de compatibilidad. El impacto de esas palabras transformó el rostro de Fernando. Sus ojos se humedecieron y por un momento pareció que iba a abrazar a Sofía, pero se contuvo respetando las barreras que ella aún mantenía.

“¡Mi hija”, murmuró con voz cargada de emoción. “Mi hija!” Entraron juntos al laboratorio. El Dr. Ramírez los recibió personalmente, entregándoles un sobresellado. Los resultados oficiales anunció solemnemente, aunque imagino que ya están al tanto. Fernando abrió el sobre con manos temblorosas. Sus ojos recorrieron el documento deteniéndose en la línea final. Probabilidad de paternidad, 99,9%. Es real, susurró como si hasta ese momento una parte de él hubiera dudado. Realmente eres mi hija. Por primera vez desde que se conocieron.

Sofía vio a Fernando Arteaga, el legendario abogado, completamente vulnerable, un hombre enfrentando la magnitud de lo que había perdido y quizás la posibilidad de lo que podría recuperar. ¿Qué hacemos ahora?, preguntó Sofía, sintiéndose extrañamente protectora hacia él. Fernando recuperó gradualmente su compostura. Ahora enfrentamos a Verónica con la verdad. Salieron del laboratorio con una nueva determinación. El vínculo entre ellos, frágil y nuevo, parecía fortalecerse con cada minuto que pasaban juntos. “Hay algo que debes saber”, dijo Fernando mientras conducía hacia la oficina.

“Anoche, después de visitar a tu madre, actualicé mi testamento. Sofía lo miró sorprendida. ¿Por qué? Porque eres mi hija, respondió simplemente. Mi única hija merecía ser reconocida legalmente sin importar el resultado de la prueba. No quiero su dinero protestó Sofía. Nunca se trató de eso. Lo sé. Fernando sonrió tristemente. Eres igual a Isabel en eso. Pero no se trata solo de dinero, Sofía. Se trata de reconocimiento, de justicia, de reparar en lo posible. 26 años de ausencia.

Cuando llegaron al bufete, percibieron inmediatamente que algo andaba mal. Varios empleados estaban reunidos en pequeños grupos hablando en voz baja. Las conversaciones cesaron abruptamente cuando vieron entrar a Fernando y Sofía. Carmen se acercó apresuradamente. “Gracias a Dios que llegaron”, susurró. “Doña Verónica ha estado aquí desde temprano. Convocó a todos los socios a una reunión de emergencia. ¿De qué habla? Preguntó Fernando tensándose visiblemente. Dice tener pruebas de un complot en su contra. Carmen miró a Sofía con preocupación.

Está diciendo cosas terribles. Licenciado. Sobre Isabel y sobre Sofía. El rostro de Fernando se endureció. ¿Dónde están reunidos? En la sala de juntas principal. Sin decir una palabra más, Fernando se dirigió hacia allá con paso decidido. Sofía lo siguió. sintiendo como si avanzara hacia una ejecución pública. Al entrar encontraron a Verónica de pie ante los cinco socios principales de la firma. Joaquín estaba entre ellos con expresión incómoda. “¡Ah, qué oportuno!”, exclamó Verónica con falsa cordialidad. Justo estaba explicando a nuestros socios cómo esta joven y su madre han estado conspirando para extorsionarte.

Fernando avanzó hasta el centro de la sala. Eso es una mentira y tú lo sabes perfectamente. Verónica sonrió con frialdad. Una mentira. Tengo documentos, Fernando. Señaló una carpeta sobre la mesa. Cartas donde Isabel Méndez exige dinero a cambio de su silencio. Testimonios de cómo amenazó con destruir tu carrera si no accedías a sus demandas. Documentos falsificados, intervino Sofía. Incapaz de contenerse. Al igual que los que intentó plantar hace días. Verónica la miró con desprecio. La única falsificación aquí eres tú, querida.

Una estafadora que pretende ser algo que no es. Fernando levantó una mano, silenciando la réplica de Sofía. Suficiente, Verónica, dijo con voz controlada. Durante 26 años has construido un castillo de mentiras. Se acaba hoy. Sacó del bolsillo de su saco el sobre del laboratorio y lo colocó sobre la mesa. Los resultados de la prueba de ADN. Sofía es mi hija, mi hija biológica. Sin lugar a dudas. Los socios intercambiaron miradas sorprendidas. Verónica palideció visiblemente, pero se recuperó rápido.

Eso no prueba nada, excepto que tuviste una aventura. Contraataco. Esta mujer y su madre siguen siendo unas oportunistas que aparecieron de la nada para reclamar una fortuna que no les corresponde. No vinimos por dinero afirmó Sofía. Ni siquiera sabía quién era Fernando cuando solicité el trabajo. Fue una coincidencia. Mentirosa, espetó Verónica. Realmente esperan que crea semejante cuento Fernando extrajo entonces otro sobre de su maletín. Estos son los documentos que Carmen encontró en tus archivos personales, Verónica”, dijo extendiéndolos sobre la mesa.

Recibos de entregas firmados por ti. Cheques a nombre de un investigador privado para vigilar a Isabel y a una niña. Pagos a un tal Guillermo Soto para interceptar correspondencia dirigida a mí. Los socios se inclinaron para examinar los documentos. El rostro de Verónica se contrajo en una máscara de furia. No tienes derecho a revisar mis archivos. personales y tú no tenías derecho a ocultarme la existencia de mi hija”, respondió Fernando con firmeza. “Durante 26 años me robaste la oportunidad de ser padre, de verla crecer, de estar ahí cuando me necesitaba.

Lo hice para protegerte”, gritó Verónica, perdiendo por fin la compostura. Esa mujer habría destruido todo lo que construimos. Tú no construiste nada, Verónica. La voz de Fernando estaba cargada de un desprecio frío. Nuestro matrimonio siempre fue un acuerdo comercial. Lo único que realmente construí fue este bufete. Y sí, sacrifiqué mucho por él, incluyendo mi oportunidad de ser feliz con Isabel. se giró hacia los socios que observaban la escena con expresiones que iban desde el asombro hasta el disgusto.

Caballeros, lamento profundamente este espectáculo. Como pueden ver, mi vida personal ha sido complicada, pero quiero dejar algo muy claro. Sofía Méndez es mi hija legítima y a partir de hoy será reconocida como tal. Si esto presenta un problema para alguno de ustedes, estoy dispuesto a renunciar a mi posición en la firma. Un silencio pesado siguió a sus palabras. Finalmente, Eduardo Montiel, el socio más antiguo, se aclaró la garganta. Fernando, creo que hablo por todos cuando digo que tu vida personal es asunto tuyo.

Hizo una pausa significativa. Pero estos métodos cuestionables para ocultar información podrían comprometer la integridad de la firma. Verónica sonrió triunfante, creyendo que se referían a Fernando, pero la mirada de Montiel estaba fija en ella. Señora Arteaga, interceptar correspondencia es un delito federal. Contratar vigilancia privada sin consentimiento es como mínimo éticamente reprobable. Si estos documentos son auténticos, su conducta es indefendible. El color abandonó el rostro de Verónica. No pueden hablarme así. Mi familia financió el inicio de este bufete y se lo agradecemos”, respondió Montiel con frialdad.

Pero eso fue hace 30 años. Hoy la reputación de Arteaga en Asociados depende de su integridad, no de su historia. Verónica miró a los socios uno por uno buscando un aliado, pero solo encontró expresiones severas. “Esto no ha terminado”, declaró recogiendo sus cosas. Fernando, cuando llegues a casa hablaremos seriamente. No habrá más conversaciones, Verónica, respondió él con calma. Ya he contactado a mi abogado personal. Los papeles del divorcio estarán listos esta semana. La palabra divorcio pareció golpear a Verónica como un latigazo físico.

Durante un momento, pareció genuinamente herida, casi vulnerable. Luego su rostro se endureció nuevamente. “Te arrepentirás de esto”, amenazó. “Los dos se arrepentirán.” Con esas palabras salió de la sala, dejando trás de sí un silencio pesado. Después de un momento incómodo, Montiel se puso de pie. Creo que todos necesitamos tiempo para procesar esto, dijo diplomáticamente. Fernando, tómate el día y felicidades por tu hija. Uno por uno. Los socios abandonaron la sala hasta que solo quedaron Fernando, Sofía y Joaquín.

Eso fue intenso comentó Joaquín pasándose una mano por el pelo. ¿Estás bien, Sofía? Ella asintió. Aún procesando todo lo ocurrido, Fernando parecía agotado, como si hubiera envejecido años en minutos. “Gracias por tu apoyo, Joaquín”, dijo Fernando con sinceridad. “Sé que no fue fácil posicionarte contra Verónica.” Joaquín se encogió de hombros. Era lo correcto. Miró a Sofía. Además, siempre he tenido debilidad por las causas justas. Cuando Joaquín salió, Fernando se desplomó en una silla súbitamente exhausto. 26 años de matrimonio terminados en 5 minutos murmuró.

Aunque para ser justos, nunca fue un matrimonio real. Sofía se sentó junto a él, sintiéndose extrañamente protectora. ¿Estás seguro de esto? El divorcio. Renunciar a la firma si es necesario. Es toda tu vida. Fernando la miró con una sonrisa triste. Durante décadas creí que este bufete era toda mi vida. Hizo una pausa. Ahora sé que hay cosas más importantes y que algunos errores, aunque no puedan borrarse, pueden al menos reconocerse e intentar repararlos. Tomó la mano de Sofía con vacilación y esta vez ella no la retiró.

No puedo recuperar los años perdidos, continuó Fernando. Pero si me permites, me gustaría ser parte de tu futuro y del de Isabel. Sofía sintió que algo se rompía dentro de ella. No el dolor agudo del resentimiento, sino la liberación suave dejarlo ir. Me gustaría intentarlo respondió con voz quebrada. Paso a paso, la noticia se extendió como pólvora por todo México. Fernando Arteaga, el legendario abogado, había descubierto que tenía una hija de 26 años y estaba divorciándose de Verónica Montero después de tres décadas de matrimonio.

Los periódicos especulaban, las revistas del corazón inventaban detalles y los programas de chismes no hablaban de otra cosa. Mientras tanto, en el hospital, Isabel mejoraba lentamente. Fernando había insistido en trasladarla a una clínica privada con los mejores especialistas. No puedo aceptarlo. Había protestado Isabel cuando Fernando se lo propuso. Por favor, respondió él. Déjame hacer esto. No por culpa, sino porque me importas. Siempre me importaste. Isabel finalmente accedió y los resultados fueron rápidamente visibles con el tratamiento adecuado.

Recuperaba fuerzas día a día. El color volvía gradualmente a sus mejillas y los médicos se mostraban cautelosamente optimistas. Fernando visitaba el hospital cada tarde, a veces solo, a veces con Sofía. Esas visitas eran extrañamente reconfortantes para los tres. Hablaban de todo y de nada, reconstruyendo lentamente los puentes rotos por 26 años de ausencia. En el bufete la situación era tensa, pero manejable. Los socios habían decidido mantener a Fernando como socio mayoritario. A pesar de las presiones de la familia Montero.

“Tu valor para la firma no tiene precio, Fernando.” Le había dicho Eduardo Montiel. Además, legalmente, Verónica no tiene manera de sacarte. Tus acciones son tuyas y punto. Pero todos sabían que la calma era solo aparente. Verónica había desaparecido temporalmente del mapa y eso preocupaba a Fernando más que sus ataques frontales. La conozco le explicó a Sofía una noche mientras cenaban juntos. Cuando Verónica se queda callada es cuando más peligrosa es. No se equivocaba. 10 días después del enfrentamiento en la sala de juntas, Verónica contraatacó no directamente contra Fernando o Sofía, sino a través de la prensa.

Un periódico importante publicó una investigación exclusiva sobre Isabel Méndez, describiéndola como una cazafortunas que había intentado extorsionar a Fernando hace 26 años. El artículo citaba supuestas fuentes cercanas y documentos filtrados que nunca se mostraban realmente. Insinuaba que Isabel había quedado embarazada deliberadamente para atrapar a Fernando y que luego había exigido grandes sumas de dinero para mantener el secreto. “Es asqueroso”, rugió Sofía arrojando el periódico contra la pared del despacho de Fernando. “¿Cómo puede mentir así sobre mi madre?” Fernando estaba pálido de furia.

“Ya contacté a nuestro equipo legal. Demandaremos al periódico por difamación, pero el daño estaba hecho. Los clientes comenzaron a llamar preocupados por la estabilidad del bufete. Algunos socios menores expresaron inquietud sobre cómo el escándalo afectaría sus negocios. Y luego el golpe final, la familia Montero anunció públicamente que retiraba todos sus negocios de Arteaga en Asociados y sugería a sus numerosos contactos hacer lo mismo. En cuestión de días, la firma perdió casi el 30% de sus clientes. “Esto es lo que ella quería”, dijo Fernando con amargura.

No podía atacarme directamente, así que decidió destruir lo que más valoro. “¿El bufete?”, preguntó Sofía. Fernando la miró con una sonrisa triste. Antes sí, ahora tengo otras prioridades. Los socios convocaron una reunión de emergencia. El ambiente en la sala de juntas era tan tenso que casi podía cortarse con un cuchillo. “La situación es grave”, comenzó Montiel. “Perdemos clientes por hora. Las acciones de nuestra corporación han caído un 25%. Los inversores están nerviosos. Todo por culpa de una campaña de mentiras.

Intervino Joaquín, que sorprendentemente se había convertido en un firme aliado de Fernando y Sofía. Las mentiras pueden ser más poderosas que la verdad cuando se administran correctamente, respondió otro socio con pragmatismo. Y Verónica conoce a todos en esta ciudad. Tiene influencia. Las miradas se dirigieron a Fernando, quien permanecía inusualmente silencioso. ¿Qué propones, Fernando?, preguntó finalmente Montiel. ¿Podría renunciar? Ofreció. Alejarme temporalmente hasta que pase la tormenta. Eso sería darle exactamente lo que quiere, protestó Joaquín. Pero salvaría la firma, respondió Fernando.

Y eso es lo que importa ahora. Sofía, que había sido invitada a la reunión como observadora, sintió una oleada de orgullo mezclada con preocupación. Este hombre, que apenas comenzaba a conocer estaba dispuesto a sacrificar todo lo que había construido por ella, por Isabel, por la verdad. Debe haber otra forma, intervino, incapaz de quedarse callada. No podemos dejar que Verónica gane así. Todos la miraron sorprendidos por su audacia. ¿Y qué sugieres, Sofía?, preguntó Montiel con genuina curiosidad. Una conferencia de prensa respondió sin dudar.

Contamos toda la verdad. Mostramos las pruebas de cómo Verónica interceptó las cartas, contrató espías, falsificó documentos. Exponemos sus mentiras a plena luz. Sería una declaración de guerra total, advirtió uno de los socios. La familia Montero es poderosa. Ya estamos en guerra, respondió Sofía. La diferencia es que hasta ahora solo ellos han disparado. Fernando la miró con una mezcla de orgullo y preocupación. Sofía, esto podría volverse muy feo. No quiero exponerte a ti o a tu madre a más ataques.

Mi madre y yo hemos sobrevivido 26 años sin tu protección. respondió Sofía, aunque sin rencor. Podemos manejar esto, además, añadió con una sonrisa desafiante. Según mi certificado de nacimiento, también soy una arteaga. Es hora de que actúe como tal. La conferencia de prensa se organizó para el día siguiente. Fernando insistió en que se realizara en la sala de juntas principal del bufete. Si vamos a hacer esto, lo haremos en nuestra casa, en nuestros términos declaró esa noche, mientras Fernando y Sofía preparaban su estrategia, recibieron una llamada inesperada.

Era Carmen hablando en susurros. Licenciado, tiene que venir ahora mismo. Su voz sonaba agitada. ¿Hay alguien aquí que tiene información crucial sobre doña Verónica? ¿Quién?, preguntó Fernando alarmado. Guillermo Soto, respondió Carmen. El hombre que interceptaba las cartas para ella. Media hora después, Fernando y Sofía se encontraban en la oficina vacía con un hombre mayor de aspecto nervioso. Guillermo Soto había trabajado para Correos de México durante 40 años y durante casi 10 había desviado sistemáticamente la correspondencia de Isabela Fernando por órdenes de Verónica.

Al principio no sabía lo que hacía explicó con vergüenza. Ella solo me dijo que eran cartas de una mujer que intentaba destruir su matrimonio. Me pagaba bien y yo tenía hijos que alimentar. ¿Por qué viene ahora? Preguntó Sofía desconfiada. Soto la miró directamente. Porque he visto las noticias, las mentiras sobre su madre. Negó con la cabeza. No puedo morir con eso en mi conciencia. ¿Tiene pruebas? preguntó Fernando. Soto sacó un fajo de papeles gastados, recibos firmados por doña Verónica, fechas, cantidades, todo.

Hizo una pausa y algo más, algo que ella no sabe que conservé. De un sobre amarillento extrajo una carta, la última que Isabel había enviado, fechada 23 años atrás. No pude entregarla, pero tampoco pude destruirla, explicó. La leí y simplemente no pude. Fernando tomó la carta con manos temblorosas. El papel estaba amarillento, pero la escritura de Isabel seguía clara. Querido Fernando, comenzaba. Esta será mi última carta. Han pasado 3 años y no he recibido respuesta. Nuestra hija Sofía cumplió 3 años la semana pasada.

Preguntó por su padre por primera vez. No supe qué decirle. La voz de Fernando se quebró. no pudo continuar leyendo. El resto cuenta cómo Isabel rechazó dinero que Verónica le ofreció para que dejara de escribir”, explicó Soto. Ella dijo que prefería la pobreza con dignidad que vender el derecho de su hija a conocer a su padre. Sofía sintió que las lágrimas ardían en sus ojos. Su madre nunca le había contado eso. “¿Testificaría mañana en la conferencia de prensa?”, preguntó Fernando, recuperando algo de compostura.

Soto asintió. Es lo correcto. Ya es hora. La noche antes de la conferencia, Sofía visitó a Isabel en el hospital. Le contó sobre Guillermo Soto, la carta y los planes para el día siguiente. ¿Estás segura de esto, mi hijita?, preguntó Isabel preocupada. Esa mujer es peligrosa. Estoy segura, mamá, respondió Sofía con determinación. Por ti, por mí, por todas las noches que lloraste pensando que él no quería saber nada de nosotras. Por todas las veces que tuvimos que elegir entre comida y medicinas, por cada cumpleaños y Navidad que pasamos solas, Isabel sonrió con orgullo, mezclado con preocupación.

Eres valiente como siempre lo has sido. Tomó la mano de su hija. Pase lo que pase mañana, recuerda que te amo y que todo lo que hice lo hice por amor. A la mañana siguiente, la sala de juntas del bufete Arteaga estaba repleta. Periodistas, cámaras, socios, empleados. Todos esperaban el enfrentamiento final entre los Arteaga y Verónica Montero. Fernando, Sofía y Guillermo Soto esperaban en una sala adyacente a través de la puerta entreabierta vieron llegar a Verónica, rodeada de abogados y asesores.

Vestía un impecable traje negro, como si asistiera a un funeral. Quizás, en cierto modo, lo era, el funeral de las mentiras que había mantenido durante 26 años. ¿Listos?, preguntó Fernando mirando a Sofía y Soto. Ambos asintieron. Era hora de la verdad. La sala de juntas vibraba con la tensión de decenas de conversaciones susurradas que se interrumpieron abruptamente cuando Fernando Arteaga entró seguido por Sofía. Los flashes de las cámaras estallaron como relámpagos, capturando el momento histórico. El legendario abogado y la hija que acababa de descubrir, unidos por primera vez ante el mundo, Verónica, sentada en primera fila, mantenía una sonrisa fría mientras sus ojos oscuros seguían cada movimiento de la pareja.

Junto a ella, tres abogados de aspecto severo revisaban documentos con expresión calculadora. Fernando tomó asiento tras la larga mesa de Caoba, donde había presidido cientos de reuniones a lo largo de 30 años, pero hoy se sentía diferente. Hoy no defendía a un cliente, ni negociaba un contrato millonario. Hoy luchaba por su familia. Buenos días a todos, comenzó con voz clara y firme. Agradezco su presencia en este momento crucial para aclarar los hechos que han sido distorsionados en los medios durante las últimas semanas.

Los periodistas se inclinaron hacia delante, hambrientos de declaraciones impactantes. Como muchos saben, recientemente descubrí que tengo una hija continuó Fernando mirando brevemente a Sofía. Una hija de cuya existencia no fui informado durante 26 años. Verónica se tensó visiblemente, pero mantuvo su expresión impasible. Las acusaciones publicadas contra Isabel Méndez, madre de mi hija, son completamente falsas y difamatorias. Fernando hablaba con una calma que contrastaba con la emoción en sus ojos. Lejos de intentar extorsionarme, Isabel hizo todo lo posible por informarme sobre nuestra hija, enviándome numerosas cartas que nunca llegaron a mis manos.

Un murmullo recorrió la sala. Fernando hizo una seña y Guillermo Soto avanzó tímidamente hasta situarse junto a él. Este es el señor Guillermo Soto, exempleado de Correos de México, lo presentó. Durante casi una década, el señor Soto fue pagado para interceptar la correspondencia que Isabel me enviaba. Tiene documentos que prueban quién le pagaba y por qué. Verónica se levantó bruscamente. Esto es ridículo, exclamó. Vamos a creer a un supuesto cartero que aparece de la nada con acusaciones sin fundamento.

No son acusaciones sin fundamento, señora, respondió Soto, sorprendentemente firme para un hombre de su apariencia frágil. Tengo recibos firmados por usted, fechas, cantidades, instrucciones específicas. Uno de los abogados de Verónica susurró algo en su oído. Ella se sentó lentamente con el rostro tenso. Soto relató entonces, con voz quebrada por momentos, cómo había sido contratado para interceptar las cartas, cómo había leído algunas de ellas y cómo había guardado la última como prueba de su propia vergüenza. Esta carta dijo mostrándola.

Prueba que Isabel Méndez rechazó dinero ofrecido por la señora Arteaga para mantener el silencio. Demuestra que no buscaba extorsionar a nadie. Los periodistas fotografiaban frenéticamente los documentos que Soto mostraba. Verónica parecía haber envejecido años en minutos. Pero la prueba más contundente, intervino Sofía hablando por primera vez, “es esta.” Proyectó en la pantalla detrás de ella una serie de documentos. los resultados de la prueba de ADN, los recibos encontrados en los archivos personales de Verónica y finalmente una grabación.

Esta grabación fue realizada hace tres días por Carmen Vázquez, secretaria ejecutiva del bufete durante 30 años. El audio comenzó a reproducirse. Era la voz inconfundible de Verónica hablando por teléfono. Por supuesto que lo sabía desde el principio. Se escuchaba decir, “¿Crees que no me daría cuenta cuando esa sirvienta quedó embarazada? Intercepté cada carta, cada fotografía. Fernando nunca supo nada de esa mocosa. Y ahora que lo sabe, me aseguraré de que pierda todo antes de permitir que esa bastarda lleve el apellido Arteaga.” Un silencio sepulcral cayó sobre la sala.

Verónica se había quedado paralizada con el rostro desencajado por la sorpresa y la furia. La señora Vázquez instaló un dispositivo de grabación en la línea telefónica de la oficina tras recibir amenazas”, explicó Sofía. Perfectamente legal cuando existe sospecha de actividad ilícita dentro de una empresa. Verónica se puso de pie nuevamente, temblando de rabia. “Todo esto es una conspiración”, gritó. Grabaciones manipuladas, documentos falsificados. Mi familia fundó este bufete. Y así me lo agradeces, Fernando. Traicionándome por una aventura de hace 30 años.

Fernando la miró con una mezcla de lástima y determinación. No, Verónica, la traición fue tuya. Me robaste 26 años con mi hija. Años que nunca podré recuperar. Uno por uno. Los abogados de Verónica comenzaron a recoger sus documentos y a retirarse discretamente. La batalla estaba perdida. Esto no quedará así”, amenazó Verónica, abandonando toda pretensión de dignidad. Mi familia, tu familia ya ha sido informada de todo, intervino Eduardo Montiel levantándose entre el público. Como representante legal de Industrias Montero, puedo confirmar que tus padres y hermanos han decidido distanciarse de este asunto.

La evidencia es demasiado contundente. Verónica miró alrededor buscando aliados, pero solo encontró rostros hostiles o incómodos. Con un último gesto de desprecio, recogió su bolso y salió de la sala. Dejando tras de sí el eco de sus tacones sobre el mármol y 26 años de mentiras finalmente expuestas, la conferencia continuó durante otra hora. Fernando respondió preguntas con honestidad brutal, asumiendo su parte de responsabilidad en la historia. Sofía habló sobre su madre, sobre los sacrificios que había hecho, sobre cómo nunca les había faltado amor a pesar de las dificultades económicas.

Cuando finalmente terminó, Fernando se sentía agotado, pero extrañamente liviano, como si un peso invisible hubiera sido levantado de sus hombros. “¿Cómo te sientes?”, le preguntó a Sofía mientras los periodistas abandonaban la sala como si hubiera corrido un maratón, respondió ella con una pequeña sonrisa. “Pero valió la pena.” “Sí”, asintió Fernando. “Valió la pena.” Seis meses después, el sol se ponía sobre Cuernavaca, bañando con su luz dorada la terraza de una casa modesta pero hermosa, rodeada de jardines donde los girasoles se alzaban orgullosos hacia el cielo.

Isabel, recuperada casi por completo gracias al tratamiento adecuado, servía limonada fresca mientras Fernando terminaba de preparar la carne para la parrillada. Nunca pensé verte así, licenciado Arteaga”, bromeó Isabel con delantal y espátula en mano. “La vida da muchas vueltas”, respondió él con una sonrisa relajada que rara vez se había visto en su rostro durante las últimas tres décadas. Tras el escándalo, Fernando había renunciado a su posición como socio principal del bufete. Aunque conservaba una participación menor, había decidido establecerse en Cuernavaca, cerca de Isabel y Sofía, y comenzar una práctica legal más modesta, centrada en ayudar a personas sin recursos.

¿Dónde está Sofía?, preguntó mirando hacia la casa. La carne estará lista pronto. Tenía una llamada de último momento, respondió Isabel. Algo sobre el nuevo caso. Sofía había seguido los pasos de su padre, pero a su manera había fundado una pequeña firma especializada en defender a mujeres en situaciones vulnerables, particularmente madres solteras enfrentando batallas legales contra padres adinerados. Fernando la ayudaba ocasionalmente, orgulloso de ver cómo su hija combinaba su pasión por la justicia con un agudo instinto legal.

Joaquín también había dejado el bufete Arteaga para unirse al proyecto de Sofía. Su relación había evolucionado lentamente de la desconfianza inicial a una amistad sólida y más recientemente a algo que parecía prometedor. Aunque ambos avanzaban con cautela, Sofía salió finalmente a la terraza guardando su teléfono. “Buenas noticias”, anunció. “Ganamos el caso Ramírez. El juez otorgó la pensión completa y derechos de visita supervisada. Felicidades”, exclamó Isabel. Otra victoria para las madres solteras de México. Fernando asintió con aprobación.

Siempre supe que serías una excelente abogada. Tienes el instinto. Supongo que va en la sangre, respondió Sofía, aceptando el cumplido con una sonrisa. Los tres se sentaron a cenar mientras el cielo se teñía de púrpuras y naranjas. La conversación fluía fácilmente, saltando de temas legales a recuerdos compartidos, a planes para el futuro, después de la cena. Mientras Isabel recogía los platos, Fernando le entregó un sobre a Sofía. Quería darte esto personalmente. Dentro había documentos legales. Al leerlos, los ojos de Sofía se abrieron con sorpresa.

¿Me estás cediendo todas tus acciones del bufete? Fernando asintió. es tuyo por derecho. Además, creo que bajo tu liderazgo, Arteaga en Asociados podría convertirse en algo mejor de lo que nunca fue bajo el mío, más justo, más humano. No sé qué decir, murmuró Sofía, genuinamente conmovida. No tienes que decir nada, respondió él. Solo prométeme que usarás ese poder para hacer el bien, para ayudar a personas como tu madre que necesitan que alguien defienda sus derechos. Te lo prometo”, dijo ella y por primera vez abrazó a Fernando sin reservas.

Isabel observaba la escena desde la puerta con lágrimas silenciosas corriendo por sus mejillas. No eran lágrimas de tristeza, sino de gratitud. Después de tantos años, tantas luchas, su familia finalmente estaba completa. Más tarde, mientras el último rayo de sol desaparecía en el horizonte, los tres contemplaban el jardín desde la terraza. Fernando había colocado la vieja fotografía de Sofía con el girasol en un nuevo marco y ahora ocupaba un lugar de honor en la sala. “Hay algo que siempre quise preguntarte”, dijo Sofía mirando a su padre.

“¿Por qué conservaste esa fotografía todos estos años? Si no sabías quién era yo, Fernando reflexionó un momento antes de responder. No lo sé con certeza. Quizás en algún nivel mi corazón reconoció lo que mi mente ignoraba. Hizo una pausa. O quizás simplemente era un recordatorio de lo que pudo haber sido, de lo que perdí por cobardía. Isabel se acercó y tomó las manos de ambos. El pasado ya no importa, dijo suavemente. Lo que importa es el ahora.

Y el ahora es perfecto. Mientras las primeras estrellas aparecían en el cielo nocturno sobre Cuernavaca, los tres permanecieron unidos, comprendiendo finalmente que algunas historias, incluso las más dolorosas, pueden tener un final feliz si hay suficiente amor para sanar las heridas. El pasado había quedado atrás con sus secretos y sus dolores. Ante ellos se extendía el futuro, tan brillante y promisorio como un campo de girasoles bajo el sol del mediodía.

Related Posts

Our Privacy policy

https://tl.goc5.com - © 2025 News