El último suspiro de Fátima resonó en la hacienda Santa Esperança en una abrasadora tarde de enero de 1784. Sus labios, resecos por la sed más cruel, ya no pudieron formar el nombre de la hija que la observó impotente durante seis días de agonía mortal. En ese momento devastador, Amanda se arrodilló junto a su madre, atada al tronco, tocando la piel que se había transformado en pergamino seco. Los ojos vidriosos de Fátima apuntaban al cielo, que había ignorado sus súplicas por una sola gota de agua.

El olor dulce de los plátanos maduros en el huerto contrastaba grotescamente con el hedor a muerte que emanaba del cuerpo deshidratado de la mucama más querida de la hacienda. “Madre”, susurró Amanda, cerrando los párpados que jamás volverían a abrirse. “Juro por tu alma que esto no quedará así”.
No muy lejos, desde la ventana del caserón, Doña Eulália Mendes de Sá observó el funeral sumario. Ajustó la cortina de encaje con la satisfacción de quien había aplicado una lección educativa apropiada. Para ella, la muerte de Fátima era un éxito pedagógico que enseñaría a otros cautivos el precio del descuido.
Pero Doña Eulália no imaginaba que presenciar la tortura mortal de la matriarca había roto algo profundo en el corazón de cinco personas. Amanda Conceição, Túlio Benedito, Simão da Costa, Isaac Ferreira y Caetano Silva sintieron nacer en el pecho una sed de justicia que quemaba más intensamente que la sed física que había matado a Fátima.
Todo comenzó en la fatídica mañana del 28 de diciembre de 1783. Fátima, una mucama de 60 años con una reputación impecable, limpiaba el comedor. Doña Eulália la reprendió por una marca casi imperceptible en la cristalería. Mientras Fátima se disculpaba, la pata de una mesa, cuya madera podrida Fátima había advertido que necesitaba reparación, cedió. Una botella de vino de Oporto rodó y se hizo añicos contra el suelo.
“¡Negra maldita y torpe!”, explotó Doña Eulália. El castigo trascendió sus métodos habituales para alcanzar el sadismo puro: Fátima sería atada al tronco durante seis días consecutivos. Recibiría solo harina seca como alimento y, la crueldad suprema, ninguna gota de agua.
Amanda, su hija, supo que era una sentencia de muerte. Esa noche intentó acercarse con agua, pero Fátima se negó. “No, hija”, susurró. “Si te descubre, te hará lo mismo. Mi vida ya ha llegado a su fin”.
Durante esos seis días, Túlio, Simão, Isaac y Caetano observaron la progresiva decadencia de la mujer que había sido una madre para todos ellos. El 2 de enero, Fátima murió.
Tras el entierro, los cinco conspiradores comenzaron a reunirse en secreto. El odio era palpable, pero no tenían un plan. Pasaron semanas desarrollando una estrategia detallada: Simão usaría hierbas de Angola para dormir profundamente a Doña Eulália mezclándolas en su té; Caetano forzaría la cerradura de la cocina; evitarían el tercer y séptimo escalón, que crujían.
Sin embargo, a medida que se acercaba la fecha, el miedo los paralizó. Una cosa era fantasear con la venganza y otra muy distinta era cometer un asesinato, sabiendo que el castigo sería la tortura pública. Aplazaron el plan cuatro veces: una fiebre repentina de Amanda, la vigilancia inesperada de un capataz, una lluvia torrencial que dejaría huellas, una disentería que debilitó a Túlio.

En marzo, el grupo estaba estancado. “No somos asesinos”, admitió Caetano. La conspiración, nacida de la furia, se disolvía en la resignación.
Fue entonces, el 15 de abril de 1784, cuando el destino intervino. Túlio, Simão e Isaac trabajaban en el huerto cuando Doña Eulália apareció, algo completamente inusual, sola. Los tres hombres intercambiaron una mirada. No había tiempo para planes, solo para actuar.
“Es ahora”, dijo Túlio.
Atrajeron a Doña Eulália con el pretexto de una plaga en los bananeros. En segundos, la rodearon. Túlio le pasó una cuerda por el cuello mientras Simão le ataba las muñecas. La amordazaron con la tela de su propia cesta.
Túlio envió a Isaac a buscar a los demás. Isaac encontró a Amanda y Caetano cerca del caserón, pero el capataz Vicente estaba vigilando. Improvisaron. Amanda distrajo a Vicente ofreciéndole agua fresca —una ironía amarga—. Mientras el capataz bajaba la guardia, Isaac y Caetano lo atacaron por detrás, neutralizándolo con el martillo de carpintero de Caetano.
Los tres corrieron al huerto. Los cinco estaban finalmente reunidos.
Llevaron a Doña Eulália al mismo tronco donde Fátima había muerto. “Seis días”, anunció Amanda, su voz convertida en la de una jueza. “Seis días atada al sol, sin agua, para que aprenda el valor de la vida humana que nunca respetó”.
Comenzó la vigilia. El primer día, Doña Eulália intentó suplicar a través de la mordaza. “Esa sed que comienzas a sentir”, le dijo Amanda, “es la misma que sintió mi madre”.
El segundo día, las alucinaciones comenzaron. El tercero, las convulsiones sacudieron su cuerpo. Los cinco sabían que el final estaba cerca y prepararon sus suministros para huir al Quilombo, la comunidad de esclavos fugitivos.
En la mañana del cuarto día, el cuerpo de Doña Eulália era un mapa de sufrimiento. El quinto día, apenas estaba consciente.
Finalmente, en la mañana del sexto día, el sol abrasador de abril iluminó un silencio definitivo en el poste de castigo. Los ojos de Doña Eulália Mendes de Sá estaban abiertos, vidriosos, fijos en el mismo cielo que había ignorado las súplicas de Fátima.
Amanda se acercó. Con dedos firmes, cerró los párpados de la mujer que había asesinado a su madre. No había tristeza en su gesto, solo la fría finalidad de una deuda pagada. “Está hecho”, susurró.
Esa noche, mientras la hacienda dormía, ajena a la justicia que se había ejecutado en el huerto, los cinco tomaron sus provisiones ocultas. Amanda Conceição, Túlio Benedito, Simão da Costa, Isaac Ferreira y Caetano Silva no miraron atrás. Corrieron hacia la selva densa, hacia el Quilombo, hacia la libertad. La sed física había matado a Fátima, pero la sed de justicia que ella inspiró los había liberado.