
Era un día caluroso, uno de esos en los que el sol quema el pavimento y la plaza de un pueblo se llena de murmullos inquietos. Afuera, un grupo de campesinos se reunía con ansias de presenciar lo que para ellos era una rareza: un miembro de su comunidad, un hombre humilde y de manos callosas, estaba a punto de enfrentar al juez Emiliano Cortés, un hombre conocido por su desprecio hacia los pobres y su amor por la burla. Nadie imaginaba que aquel hombre, al que muchos miraban con escepticismo, sería capaz de algo más que ser objeto de risas.
Dentro del tribunal, la atmósfera era tensa. El eco de los pasos resonaba sobre el mármol del pasillo, y los bancos crujían bajo el peso de los curiosos que esperaban el espectáculo. Comerciantes, estudiantes de derecho, abogados y algunas señoras, todos aguardaban la oportunidad de ver cómo un campesino, como si fuera un payaso, sería ridiculizado por su falta de educación y conocimiento legal. Entre ellos, algunos reían en silencio, convencidos de que no habría nada más que un desfile de vergüenza para el hombre que ahora se encontraba de pie ante el juez.
Emiliano hizo su entrada con aire de superioridad. Su capa negra ondeó mientras se acomodaba en su asiento, observando con desprecio a Julián Herrera, el campesino que esperaba con un sombrero de paja entre las manos. Julián estaba cubierto de polvo y barro, como si hubiese caminado por el campo todo el día, una imagen que arrancó algunas risas nerviosas entre los presentes. El juez, con una sonrisa de desdén, miró a su alrededor y dijo con sarcasmo: “¿Este es el demandante?”
La sala estalló en carcajadas mientras Emiliano continuaba con su acto de arrogancia. “¿Qué pretende este campesino aquí? ¿Acaso cree que la ley está hecha para manos que huelen a tierra?”, soltó con desprecio, provocando más risas. Sin embargo, Julián, aunque de apariencia simple, no vaciló. Con una calma impresionante, levantó la cabeza y, sin titubear, dijo: “Vengo en nombre de mi comunidad”. Las risas cesaron por un momento.
“¡Habla, campesino!”, ordenó Emiliano, recostándose en su asiento como si esperara que Julián tartamudeara o se equivocara. “Pero ten cuidado, no toleraré insolencias”. La sala permaneció en silencio mientras todos aguardaban el error de aquel hombre, que parecía destinado a ser aplastado por la soberbia del sistema.
Julián respiró profundo y comenzó a hablar, su voz clara y firme. “Hemos sido despojados de nuestras tierras por un hacendado que no respeta los límites establecidos”. Emiliano soltó una risa seca y la sala volvió a llenarse de burlas. “¿Tú hablando de límites, de leyes? ¡Cállate, campesino!”, rugió golpeando el mazo, lo que provocó una nueva explosión de risas. Pero entonces, algo inesperado sucedió.
Julián sacó de su chaqueta un pequeño cuaderno arrugado. Lo abrió lentamente, con una serenidad que desarmaba. “Según el artículo 247 del Código de Aguas y Tierras de 1821, toda franja heredada bajo escritura legítima debe ser respetada, incluso si las cercas han sido alteradas”, dijo Julián, proyectando su voz con fuerza. El murmullo de la sala se apagó inmediatamente, como si la realidad comenzara a desmoronarse. El juez, que esperaba ignorancia y torpeza, parpadeó varias veces, incrédulo. “¿Qué?”, balbuceó Emiliano.
“Y no es todo”, continuó Julián, sin vacilar, mientras su rostro reflejaba una calma inquebrantable. “La jurisprudencia de 1875, Caso Montiel contra Ramírez, establece un precedente en favor de las comunidades campesinas en situaciones idénticas”. Los estudiantes, antes burlones, ahora intercambiaban miradas asombradas. ¿Cómo podía ese hombre citar jurisprudencia de manera tan precisa? Emiliano intentó recuperar el control. Golpeó el mazo, pero esta vez, su autoridad no tenía el mismo peso.
“¡Basta!”, gritó, intentando recuperar su compostura. Pero Julián no retrocedió. “La tierra que cultivo, la que alimenta a mi gente, está protegida por las mismas leyes que usted juró respetar”. Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Los campesinos, que se habían mantenido al margen, comenzaron a levantar la voz.
El juez, ahora visiblemente nervioso, intentó someter a Julián con una pregunta desafiante. “¿Qué estipula el artículo 152 sobre la posesión interrumpida?” Julián respiró hondo y respondió con firmeza: “La posesión interrumpida por más de 20 años extingue cualquier reclamo, salvo que exista un reconocimiento explícito de la comunidad original”. La sala estalló en murmullos y algunos estudiantes comenzaron a aplaudir. Julián estaba ganando terreno, pero Emiliano, furioso, no pensaba rendirse tan fácilmente.
“Esto no ha terminado”, dijo Villalba, el abogado de la hacienda, con una sonrisa cruel. “Si este campesino sabe tanto de leyes, ¿por qué no nos responde a esto?” Y presentó un caso hipotético, lleno de tecnicismos, con la esperanza de que Julián tropezara. Sin embargo, Julián no vaciló. Cada respuesta que daba parecía desmantelar la arrogancia de Emiliano y de Villalba. La sala estaba ahora dividida entre el asombro y el respeto por el campesino que se estaba defendiendo mejor que cualquier abogado.
El juez, sintiendo que la situación le había escapado de las manos, trató de interrumpir. “Basta de juegos”, rugió, golpeando el mazo con furia. “Este tribunal no es un circo”. Pero ya no había vuelta atrás. Los campesinos ya no veían a Julián como un simple hombre de campo. Lo veían como un defensor de sus derechos, alguien que había osado enfrentar a los poderosos con las armas más poderosas de todas: la verdad y la ley.
En un momento de desesperación, Emiliano intentó lanzar un golpe final. “Dime, Julián, ¿qué dice la ley sobre las particiones hereditarias cuando uno de los herederos no reconoce al resto?” Julián, con la calma que lo había caracterizado durante todo el juicio, respondió: “El juez debe convocar una partición judicial para que todos los bienes sean distribuidos conforme a la ley, y ningún heredero puede quedarse con todo si no hay acuerdo común”.
Aquel día, un campesino había derrotado la arrogancia del sistema judicial. La sala estalló en vítores y aplausos. El juez, derrotado, golpeó el mazo una última vez, pero su voz ya no tenía poder. La verdad, representada por Julián, había ganado. La sala, que antes era el templo de la justicia para los poderosos, ahora resonaba con la fuerza de la justicia verdadera, la que no se compra ni se manipula.
Julián, con el cuaderno en la mano, no buscaba ser un héroe. Pero su lucha había sido la de todos los campesinos que habían sido pisoteados, ignorados y ridiculizados. Aquella victoria no fue solo suya, sino de todo un pueblo que, por fin, había encontrado su voz.